Cartapacio de Derecho, Vol 41 (2022)

Algunas notas sobre la eutanasia...

 

 

 

 

ALGUNAS NOTAS SOBRE LA EUTANASIA A PROPÓSITO DE LA LEY ESPAÑOLA

Iñigo Álvarez Gálvez[1]

Universidad de Chile

 

 

1. Introducción

 

H

ace unos meses se promulgaba la Ley orgánica 3/2021 de Regulación de la Eutanasia, con la pretensión, como se afirma en el preámbulo, de “dar una respuesta jurídica […] a una demanda sostenida de la sociedad actual”. No se trata ahora de comprobar si existe o no tal demanda o desde cuándo existe, de averiguar el porcentaje de la población que la sostiene, o de dilucidar si es o no obligación del legislador acogerla. En ningún lugar se hace referencia a ninguna encuesta, ni se aportan datos que permitan precisar eso que se afirma[2]. Quizá haya llegado ya el momento de hablar del derecho a morir, como se preguntaba hace unos años Beširevic (2008), o quizá no; lo que es menos dudoso es que a ese momento debemos aproximarnos, también y sobre todo, desde una perspectiva sociológica[3]. Quede, en todo caso, lo dicho en el preámbulo como una afirmación indefinida que, por lo demás, es acorde con una impresión general que cualquiera puede tener sin encuesta alguna y tan solo informándose a través de los medios. Sea lo que sea de eso, lo que tenemos ahora ante nosotros es la ley (orgánica, en consonancia con lo estipulado por el artículo 81 de la Constitución -en adelante, CE-) que viene a sumarse a esta discusión ofreciendo una respuesta para el ámbito jurídico. Esa respuesta es la que nos proponemos comentar en las páginas que siguen.

 

2. La ley orgánica y la Constitución

 

Lo primero que debemos preguntarnos es si lo que se establece en la ley reguladora de la eutanasia (en adelante, la ley) es o no incompatible con algún precepto de la Constitución, particularmente con algún derecho fundamental. ¿Tiene cabida la eutanasia en la Constitución? Como es fácil de comprobar, la Constitución no menciona en ningún lugar el término ‘eutanasia’. De una manera expresa nada se dice, ni a favor ni en contra. Pero podemos ver si, acaso de una forma tácita, se puede inferir algo en algún sentido.

Parece razonable pensar que el derecho a la vida establecido en el art. 15 CE puede permitir llegar a alguna conclusión sobre la eutanasia (en este caso, a favor). Esto es lo que se sostiene en el preámbulo de la ley al afirmar que la eutanasia se conecta, de manera directa, con el derecho a la vida (también con otros derechos y bienes como la integridad física y moral, la dignidad, la libertad -ideológica- o la intimidad), y al añadir que la ley introduce “un nuevo derecho individual como es la eutanasia”, basado, se entiende, en esa conexión. Ambas afirmaciones son, sin embargo, discutibles. Esta última tiene que ver con la definición de eutanasia, pero no tiene tanto interés, en comparación con la primera, que me parece de mayor calado.

 

2.1. Sobre la definición de eutanasia

 

Por un lado, aunque es verdad que lo que antes no estaba permitido ahora lo está, eso que es nuevo enlaza, sin duda, con la Constitución, se infiere de ella, y, en suma, no se crea ex novo. Ese nuevo derecho a la eutanasia que se menciona, pues, no tendría por qué verse, en rigor, como algo tan novedoso. Por otro lado, además, lo cierto es que parece poco adecuado emplear la expresión ‘derecho a la eutanasia’. Ciertamente, nos entendemos bien así y a nadie se le ocurre pensar que con ello se quiere sugerir que el sujeto agente tiene derecho a practicarla, aunque la expresión parezca indicarlo. Conviene, no obstante, hacer alguna precisión, que tiene que ver con la definición de eutanasia que se construye.

Como es sabido, la eutanasia ha sido definida de muchas maneras; desde las más sencillas, en las que se advierte sólo que alguien se muere bien, hasta las más complejas, en las que se multiplican los elementos que acompañan la muerte del sujeto pasivo. Algunos de estos elementos han servido, además, para diferenciar entre variados tipos, identificados con nombres conocidos (eutanasia activa, pasiva, voluntaria, involuntaria, directa, indirecta, etc.) o con nombres inusuales (occisiva, lenitiva, agónica, piadosa, eugenésica, solutiva, entre otros). Pero, aunque la imprecisión es grande (y no es el momento para examinar el panorama), creo que se pueden ofrecer dos componentes básicos para construir una definición adecuada: la situación del sujeto pasivo y la especial consideración del sujeto activo. Cuando hablamos de eutanasia hacemos referencia al hecho de que una persona causa la muerte de otra porque tiene hacia ella una consideración especial (piensa que le está produciendo un bien o le está evitando un mal, o al menos no le está produciendo un mal), que se relaciona con la situación insoportable o absurda irreversible en la que se encuentra ésta[4]. Habitualmente hablamos de eutanasia cuando se dan estos dos elementos, y tendemos a no utilizar el término cuando falta alguno. Si la persona que muere no se encuentra en esa situación mencionada solemos decir que estamos ante un auxilio al suicidio (o si lo queremos decir de otro modo, el auxilio al suicidio se diferencia de la eutanasia principalmente porque se da esa particular situación). Y si no existe esa especial consideración (incluso aunque se dé aquella situación), sino que la persona causa la muerte por odio o para beneficiarse de ello, solemos decir que estamos ante un homicidio. Otros elementos, en mi opinión, deben quedar fuera de la definición y servir, cuando sea adecuado, para establecer diferentes tipos (entre esos elementos están la profesión de la persona que causa la muerte, su intención o no de matar a la otra persona, el hecho de que su comportamiento sea definido como una acción o una omisión, el lugar en el que se practica, o el que la persona que muere haya manifestado o no su voluntad).

Sea lo que sea de esto, lo que interesa destacar es que el término ‘eutanasia’ se emplea para hacer referencia al comportamiento de la persona que causa la muerte (llamémosle el sujeto agente). En otras palabras, la persona que muere (llamémosle el sujeto paciente) no se practica nunca una eutanasia a sí mismo, sino que siempre se suicida (con o sin ayuda, esté o no esté en la situación descrita, se compadezca de sí mismo o se odie profundamente). En el preámbulo de la ley parece que se acepta esta idea cuando se define la eutanasia, al comienzo, como “el acto deliberado de dar fin a la vida de una persona”, o, un poco después, como “la actuación que produce la muerte de una persona”. Si esto es así, si la eutanasia tiene que ver con lo que hace el sujeto agente (cuando es distinto del sujeto paciente), puede sonar extraño decir que existe un derecho a la eutanasia, y acaso fuera mejor decir que, de haber algo, lo que hay es un derecho a morir o a morir dignamente o cosas parecidas[5]. Pero dejando esto a un lado (dado que a fin de cuentas nos entendemos), es claro que en la ley se trata de la permisión de la eutanasia y también lo es que en esta permisión está involucrado algún derecho. Lo que no es tan claro es que ese derecho involucrado no es el derecho a la vida.

 

2.2. Sobre el derecho a la vida

 

La eutanasia tiene que ver, por supuesto, con la vida, con la vida de alguien, con el bien de la vida si queremos decirlo así, pero no con el derecho a la vida, que apunta a otro fin distinto. Bien es cierto que el derecho a la vida es presentado con frecuencia como la necesaria referencia, directa e inmediata, de la eutanasia, tanto por detractores como por partidarios, que consideran que tal derecho constituye el fundamento más sólido para su planteamiento. Unos sostienen que la eutanasia es incompatible con el derecho a la vida, que, dicen, es indisponible, inalienable e irrenunciable, y protege nuestra vida frente a cualquier ataque (incluido el que provenga de nosotros mismos). Otros aseguran que la eutanasia puede permitirse porque del derecho a la vida se puede inferir un derecho a morir. Por su parte, en el mismo preámbulo de la ley se afirma que la legalización de la eutanasia tiene como base la compatibilidad entre el derecho a la vida (y a la integridad física y psíquica) y otros bienes (la dignidad, la libertad)[6].

Es comprensible que se haya echado mano de un derecho (en términos generales), y del derecho a la vida (en particular), para defender o rechazar la eutanasia. Los derechos son uno de los instrumentos normativos más fuertes que tenemos a nuestra disposición para fundamentar una determinada idea. Y es comprensible que el derecho a la vida haya sido el elegido por ambos bandos. Si alguien se muere por causa del comportamiento de otro, es lógico pensar que se ha violado su derecho a la vida (como ocurre en el homicidio), como lo es pensar que la eutanasia puede ser una excepción a esto, basada en la renuncia del titular[7]. Para entender por qué ambas ideas son erróneas debemos empezar por preguntarnos qué queremos decir cuando decimos que alguien tiene un derecho.

Como sabemos, el término ‘derecho’ es ambiguo, el concepto es vago y por si fuera poco posee una fuerte carga emotiva que dificulta sobremanera su análisis. Por ‘derecho’ se pueden entender, y se han entendido, cosas distintas. No vamos, por supuesto, a embarcarnos ahora en la historia y las vicisitudes del concepto de derecho, lo que nos empujaría fuera de los límites impuestos a este trabajo, pero interesa, no obstante hacer referencia a un aspecto importante de su evolución[8]. Me refiero a la noción moderna de derecho (de la que somos herederos), en la que se cimenta un enlace con los conceptos de libertad y de poder del individuo[9]. El derecho no deja de ser, por cierto, algo justo, pero sí se abandona paulatinamente la idea de que es, sin más, lo justo, como lo vemos, por decir, en Aquino cuando afirma que “el objeto de la justicia […] es el objeto específico que se llama lo justo [y] ciertamente esto es el derecho” (Aquino,1989: 470) Desde el enfoque que aquí nos interesa, tener un derecho es, sobre todo, tener un instrumento normativo que nos permite conseguir cosas.

Por supuesto que si uno decidiera darle otro significado al término llegaría a conclusiones diferentes, de manera que las que se ofrecen aquí son relativas al punto de partida que se propone. Dicho eso, pienso que la concepción de derecho en la que se involucra la idea de libertad y de poder del individuo es la más acorde con el uso habitual que hacemos del término y es, en definitiva, la más adecuada. Aunque debemos dejar al margen la cuestión de si es posible presentar varios conceptos de derecho, nos basta con considerar aplicable a los derechos que están involucrados en nuestro tema la siguiente definición. Un derecho, diría, es una norma en la que se establece que un determinado estado de cosas debe ser si el titular así lo quiere, en principio por encima de cualquier otra consideración. Siendo esto así, cabe hacer, para lo que nos interesa, dos observaciones. La primera es que los titulares siempre pueden renunciar a acceder al estado de cosas que los derechos protegen. Si un estado de cosas debe ser si el titular así lo quiere, de ahí se infiere que el titular puede no quererlo, de manera que cuando se afirma, en este sentido, que un derecho es irrenunciable se está proclamando, en realidad, un deber (cosa distinta es que no nos gusten las consecuencias de la renuncia y hagamos lo posible por evitarlas). En términos más concretos, esto significa que afirmar que alguien tiene derecho a la vida supone asumir que existe una norma que establece que el estado de cosas conocido como ‘esa persona viviendo’ debe ser, si ella quiere, por encima de cualquier otra consideración. Y eso significa que puede no querer y que ese estado de cosas deja de ser debido[10]. La segunda es que en el derecho sólo se declara debido un determinado estado de cosas, y no ése y su contrario. Si el titular no quiere acceder, el estado de cosas protegido por el derecho dejará de ser debido, pero no será debido lo contrario (que podrá ser, pero no deberá ser). Del derecho a algo se infiere la libertad para lo contrario. En términos más concretos, del derecho a la vida se infiere la libertad para morir, no un derecho a morir[11]. En definitiva, para lo que nos interesa, el derecho a la vida no está involucrado, ni a favor ni en contra, en la práctica de la eutanasia (al menos de la que se fundamenta en la voluntad del sujeto).

 

2.3. Otros derechos

 

Si no es el derecho a la vida, podemos preguntarnos si acaso hay otro derecho que pueda servir de base a la eutanasia. No puede ser, en mi opinión, el derecho a la integridad física y moral (art. 15 CE), que permite al titular impedir las actuaciones de otros (por ejemplo, del personal de la salud) sobre él[12]; ni puede ser el derecho a la intimidad (art. 18.1 CE), que permite excluir a otros de un ámbito particular[13]. Con cierta comodidad podrían encajarse en ellos algunos casos de eutanasia por omisión, pero no servirían, por su parcialidad, para amparar la eutanasia en términos generales, que tiene un alcance más amplio. Dicho sea de paso, en relación con el artículo 15 CE, afirmar que la asistencia médica constituye, en los supuestos característicos en los que se pide la eutanasia, una tortura, o un trato inhumano o degradante, parece excesivo. El tratamiento médico no encaja (no afirmo que no pueda encajar si se emplea con ese fin) en la definición de tortura que vemos, por ejemplo, en el artículo 1 de la Convención contra la tortura y otros tratos o penas crueles, inhumanos o degradantes, en el artículo 2 de la Convención interamericana para prevenir y sancionar la tortura, o en el art. 174 del Código penal. Se requerirían argumentos complejos para hacer pasar por tortura lo que habitualmente ocurre en un hospital. Y algo similar podría decirse respecto del trato inhumano o degradante, que son supuestos menos graves. Considerando la intención y la finalidad, se hace difícil (aunque no imposible) presentar lo que hace el personal de la salud como un caso de este tipo, que pudiera ser encajado en el artículo 173 del Código penal[14].

Tampoco creo que sirvan de fundamento la dignidad humana (art. 10 CE) o la libertad (art. 1.1 CE), que son conceptos demasiado vagos y amplios. En términos generales ciertamente pueden servir de referentes ineludibles, pero no me parece que ofrezcan una base sólida para fundamentar el derecho a morir. Se debe proteger la libertad, que es un valor superior (art. 1 CE), y se debe respetar la dignidad, que es inherente a la persona y fundamento del orden político y la paz social (art. 10 CE), pero sobre eso sólo veo difícil sostener con firmeza el derecho a morir (o el derecho a morir dignamente). Se puede decir, por ejemplo, que hay derecho a morir en determinadas circunstancias porque es indigno mantenerse vivo. Pero una afirmación así nos sitúa en un terreno muy impreciso, que obliga a delimitar aquello que se considera indigno y las razones que lo fundamentan.

Frente a todo ello, se presenta, según creo, con un perfil mucho más sólido el derecho a la libertad ideológica del artículo 16 de la Constitución. De acuerdo con éste, la libertad ideológica queda garantizada “sin más limitación en sus manifestaciones, que la necesaria para el mantenimiento del orden público protegido por la ley”. Lo que se protege (dejando a un lado la libertad religiosa y de culto) es, pues, la ideología, es decir, el conjunto de ideas de una persona. Dado que no hay una referencia específica a ningún tipo de ideas, se debe entender que todas ellas quedan protegidas. Por supuesto que este derecho, como los demás, debe ser encajado en un sistema de derechos y tiene que convivir armoniosamente con otros (por lo pronto con el derecho al honor y a la intimidad). Pero dicho esto, parece claro que se considera que, en principio, debe ser que cada cual pueda pensar lo que le venga en gana por encima de cualquier otra pretensión. Tales ideas, por cierto, pueden versar sobre moda, moral, pintura, gastronomía, política, música, economía o metafísica; y también, por qué no, sobre la manera de entender la propia vida, el significado que ésta pueda tener y el momento oportuno para dejar de vivir. El derecho a la libertad ideológica tiene un significado amplio y valioso. Pero podemos preguntarnos qué sentido tiene para un individuo saberse titular de un derecho que le permite pensar como quiera. No es necesario hacer una exégesis profunda para comprobar que eso mismo es lo que puede hacer sin derecho alguno que lo asista. ¿Para qué, entonces, un derecho así? Tal vez pudiera entenderse que lo que se quiere evitar con él es el adoctrinamiento sistemático o quizá sus formas más burdas. Es discutible que podamos escapar del adoctrinamiento (social), pero, en todo caso, si así fuera, se estaría protegiendo un ámbito de libertad interior que tendría escaso valor para las personas (pensar como se quiera y mantener tales ideas en uno mismo no parece ser algo muy atractivo). Parece más adecuado entender, pues, que detrás de la protección de las ideas debe estar la protección de los comportamientos en los que esas ideas se plasman. No tanto la protección de la comunicación de tales ideas (algo que está ya en el artículo 20 CE), sino la protección de su puesta en práctica. Que se protejan jurídicamente nuestros pensamientos sólo puede significar que se protegen nuestros comportamientos en que ellos se basan[15].

La única limitación que se establece para las manifestaciones de este derecho es la referida al orden público[16]. Ciertamente, es posible mencionar (como se hace en la STC 141/2000 (f.j. 4) en relación con la libertad religiosa) otros los límites generales, como “el respeto a los derechos fundamentales ajenos y a otros bienes jurídicos protegidos constitucionalmente” (lo mismo en la STC 154/2002, f.j. 7), pero no es menos cierto que lo que se afirma en el artículo 16 CE es que no hay más limitación “que la necesaria para el mantenimiento del orden público protegido por la ley”.

Se trata de un concepto de difícil delimitación, como ha sido señalado en múltiples ocasiones[17]. En cualquier caso, por difícil que sea su concreción y por vaga que sea su definición, es posible alcanzar un grado de precisión aceptable para lo que nos ocupa. Se podría hacer un examen más pormenorizado que nos permitiera distinguir el orden público de otros conceptos afines como la seguridad pública o seguridad ciudadana, como hace, por ejemplo, Fernández (2015)[18]. Y se podrían describir, además, determinadas diferencias entre los sectores jurídicos para componer así distintos conceptos de orden público. Pero más allá de eso y para lo que nos interesa, podemos decir, en términos generales, que hay orden público cuando hay un nivel de conflictos bajo, una armonía social amplia, una sensación de tranquilidad y paz social (la crispación, la angustia o el miedo que alcanzan a muchas personas son el síntoma de que el orden público está alterado). Y hay orden público cuando los elementos de la sociedad, las personas, las instituciones, ocupan el lugar que les corresponde, y se disponen y funcionan como corresponde, es decir, de acuerdo con una determinada concepción de las cosas que se refleja en las normas (principalmente jurídicas) por las que se regula la vida social. El orden público no es, sin más, un sinónimo de orden jurídico, pero sí es el constituido por el ordenamiento jurídico, con una amplitud o estrechez que puede variar considerablemente (Montalvo, 2010: 220)[19]. No es este el lugar para examinar de qué manera se puede evitar que el orden público pueda quedar constituido con cualquier cosa que se establezca en las normas jurídicas (como si se dijera que dado que el orden público está establecido por el Estado, el Estado difícilmente puede vulnerar el orden público). Nos basta con entender que, a pesar de todo, no todo cabe, aunque haya un cierto margen para la variación.

Acabamos de hacer referencia a un estado de tranquilidad y paz, por un lado, y, por otro, a un conjunto de normas (no sólo jurídicas) (o si se quiere, de principios, de valores) que configuran una determinada disposición social y política. A eso se refieren González Campos y Fernández Rozas (1995), Izu (1988), Zamarro (1996) o Acedo (1996), cuando distinguen entre el sentido material, amplio o vulgar (la situación de paz social) y el sentido formal, normativo, restringido o técnico (el conjunto de valores fundamentales que cimentan el ordenamiento jurídico y la sociedad) de orden público[20]. No está claro a qué se está refiriendo el artículo 16.1 CE. Si se tratara del orden público en sentido material, se estaría prohibiendo la manifestación de las ideas que perturben la paz; se estaría diciendo que uno puede comportarse de acuerdo con sus ideas siempre que no provoque angustia, desasosiego o miedo en la sociedad, siempre que no provoque intranquilidad social (así opina Izu (1988), por ejemplo). Sería difícil, en este sentido, llegar a la conclusión de que la manifestación de la idea de quitarse la vida puede provocar angustia y miedo en otros y afectar a la paz social. Es probable que ver cómo otros asesinan, violan y roban impunemente cree una alarma generalizada (y muchos podrán pensar que ellos podrían ser las próximas víctimas), pero no ocurre lo mismo en el caso del suicidio (más allá del dolor y la pena que uno pueda sentir por la pérdida de un ser querido, ¿por qué va a pensar que el siguiente en suicidarse va a ser él mismo?). Si, en cambio, se interpretara que se habla del orden público en sentido formal, habría que entender que el límite está en ese conjunto de normas (ideas, principios, valores) que se consideran fundamentales para la configuración de la estructura social (la base normativa con la que se construye el grupo social). La punición del auxilio al suicidio y de la eutanasia podría, por cierto, engarzarse en esta idea. Sea como fuere, hay que recalcar que la expresión que se utiliza en el artículo es “el mantenimiento del orden público protegido por la ley”. No se trata, pues, de que haya un orden público definido y se esté explicando que la ley protege eso que ya es por sí mismo (“el mantenimiento del orden público, protegido por la ley”). Lo que se dice, en cambio, es que la ley protege el orden público, o si se quiere, un orden público, siendo así que podría haber otro diferente. Podríamos preguntarnos si acaso exista otro orden público más allá del protegido por la ley, pero sea lo que sea de eso, lo cierto es que el orden público que se toma como referencia es el protegido por la ley; es decir, aquel que la ley protege, esto es, el que la ley, con su protección, configura. En suma, la realidad del orden público que sirve de límite a la manifestación del derecho es la constituida por la ley. Ahora bien, resulta evidente que la ley es también la Constitución, de forma que la Constitución (interpretada por el Tribunal Constitucional), primero, y las demás normas que se sitúan por debajo de la Constitución, después, son las que, principalmente, configuran este orden[21]. Veo difícil también por este lado afirmar que el orden público se ve afectado por lo que se protege en una ley (la LO 3/21), que habría fallado en su objeto de protección, porque es precisamente la ley la que conforma el orden público con su protección.

Este derecho a la libertad ideológica es el que permite afirmar que tenemos un derecho a decidir el momento de nuestra muerte, que tenemos un derecho a morir. Quedan por dilucidar, no obstante, dos importantes cuestiones. La primera se refiere al fundamento de la eutanasia, pues no es evidente que del hecho de que una persona pueda decidir cuándo morir se pueda inferir que otra pueda ayudarle a hacerlo. Se podría pensar, por ejemplo, que es posible prohibir esa ayuda tal y como se hace en otros casos en los que se impide la intervención de otros, aunque lo que realice el sujeto sea algo lícito. En el supuesto de la eutanasia, sin embargo, esto no es fácil de sostener. Es cierto que cuando queremos examinar determinadas facultades o aptitudes de los individuos (en una prueba académica o en una competición de atletismo, por decir), no nos parece adecuado que los que van a ser evaluados sean ayudados por otros (el objetivo de la evaluación sería inalcanzable); pero el caso de la eutanasia es muy distinto, pues es obvio que aquí no interesa evaluar (en el sentido indicado) la aptitud del sujeto pasivo para quitarse la vida. Al menos con base en este motivo parece difícil negar la colaboración de otro. Pero podría haber otro motivo. Se podría pensar, por ejemplo, que es necesario evitar la ayuda de otros para transmitir la idea, clara y precisa, de que la vida humana, particularmente la ajena, debe ser respetada. Si se permitiera esa ayuda se estaría debilitando peligrosamente la barrera de protección y se estaría transmitiendo el mensaje de que a veces no es malo acabar con la vida de otra persona; y es posible, que una vez abierta esa posibilidad, se fueran ampliando los supuestos hasta incluir aquellos que menos deseamos. El argumento es atendible y parece que mantener un grado alto de respeto por la vida ajena es necesario para que la sociedad sea posible. No obstante, tampoco se puede desconocer que somos muy capaces de establecer casos en los que esa barrera de protección decae y que, cuando eso ha sucedido, no hemos asistido indefectiblemente a una ampliación a situaciones no previstas. En el caso de la guerra, por ejemplo, consideramos que, dadas tales y cuales circunstancias, quitarle la vida a otro ser humano no es malo y los soldados no son juzgados como homicidas a su vuelta del frente. La barrera de protección de la vida ajena se diluye, pero ni se amplían las situaciones (muy al contrario, se procuran restringir), ni los que vuelven de la batalla se dedican a matar a diestro y siniestro dado que ya han perdido el respeto por la vida. Lo mismo ocurre en los casos de fuerza mayor o en los casos de legítima defensa. En estos últimos, por ejemplo, se mantiene el rigor de los requisitos y no hemos visto que cada vez se permita matar más y mejor, con requisitos más relajados, así como no hemos visto que se aproveche de manera generalizada esta figura para hacer pasar por legítima defensa lo que no lo es. Sin duda, el riesgo de descontrol y abuso existe. Pero como tenemos la experiencia de estos casos mencionados, en los que bajamos la barrera de protección de la vida y somos capaces de gestionar las cosas con razonable sensatez y moderación, no podemos sostener, sin más, que si eso mismo lo hacemos en el caso de la eutanasia las consecuencias serán imprevisibles o inaceptables. No necesariamente. Lo que podemos preguntarnos, en cambio, es si en la eutanasia hay elementos diferentes que nos permitan pensar que eso va a ser así[22]. Y salvo que encontremos tales diferencias, habrá que suponer que tampoco en la eutanasia tiene por qué producirse una ampliación a otras situaciones no previstas, un aumento abrumador de los casos o un abuso descontrolado. En todo caso, haremos bien en cuidarnos de poner todos los resguardos necesarios para disminuir el riesgo hasta el nivel que consideramos aceptable y que hemos sabido establecer en otras materias.

La segunda cuestión que hay que dilucidar tiene que ver con los titulares del derecho. Afirmar, como hemos hecho, que tenemos derecho a la libertad ideológica no dice, por cierto, nada acerca de los que puedan ejercerlo. Es perfectamente posible impedir, como ya hacemos, que algunas personas ejerzan determinados derechos; impedir, en nuestro caso, que determinadas personas lleven a la práctica sus ideas o algunas de sus ideas, porque consideremos que su voluntad es deficiente. Cuando eso ocurre, pensamos que está justificado ejercer un paternalismo sobre ellas y sustituimos su voluntad por la de otro (que, por lo demás, puede o no coincidir con la de aquellas). No se trata ahora de examinar en qué consiste el paternalismo, sus distintos tipos y su justificación, ni importa dilucidar los motivos que podamos esgrimir para ejercerlo; pero interesa considerar que es teóricamente posible afirmar que en determinadas situaciones todas las personas tienen una voluntad deficiente. La situación que nos ocupa podría ser una de ellas. Podemos pensar que la simple idea de querer morir es muestra de una falla mental y que por el bien de esa persona debemos sustituir su voluntad por la de otro u otros para impedir que ponga en práctica dicha idea. Desde luego, habría que mostrar y demostrar que el hecho de querer morir, o de querer morir si se dan determinadas circunstancias, es siempre síntoma de una voluntad deficiente. Parece difícil que así sea, pero no es imposible[23]. En todo caso, esto llama la atención sobre otra cuestión extraordinariamente importante.

 

2.4. Sobre la voluntad

 

Dado que en los derechos la voluntad del titular cumple una función esencial, entendemos que es necesario asegurar que dicha voluntad sea libre y no esté coaccionada, condicionada o dirigida por otra persona o por determinadas circunstancias. Por cierto, que esta consideración abre un cúmulo de cuestiones sobre la libertad y el determinismo en las que no podemos profundizar. Es dudoso que estemos alguna vez libres de todo aquello que pueda condicionar nuestro pensar o nuestro hacer (y es probable que si eso sucediera no quedaría nada de lo que somos), pero sea lo que sea de eso, no es menos cierto que actuamos normalmente como si fuéramos libres; y consideramos que a pesar de los condicionantes podemos tomar decisiones que todos interpretamos como manifestación de un ser que es capaz de iniciar una cadena causal. Y creemos que podemos situar en ese punto la libertad. Entendemos, además, que se trata de algo gradual, de modo que según aumenta la intensidad de los factores condicionantes así disminuye el grado de libertad, hasta el punto de que si la intensidad es mucha, decimos que esa persona ya no es libre (y no es responsable de lo que dice o hace). Cuáles son esos factores, cómo se mide la intensidad o cuál es el nivel que se considera mínimo para poder afirmar que el sujeto es libre, son cuestiones que debemos dejar al margen. Nos basta con constatar que la mayoría de las veces creemos que las personas actúan con un nivel aceptable de libertad y dejamos que cada cual se gobierne por sí mismo, y que hay veces que pensamos que no se alcanza este nivel y creemos justificado dejar a un lado la voluntad de esa persona y sustituirla por otra. Ciertamente, en el caso de la muerte del sujeto la situación es delicada y debemos ser cuidadosos al considerar el nivel mínimo y los factores condicionantes. Si dejamos que quien no alcanza ese nivel mínimo decida por sí, o si nos equivocamos al evaluar dicho nivel y creemos que la persona tiene una capacidad que no tiene, y se produce la muerte, no habrá posibilidad de rectificar[24].

Una decisión no aceptable puede ser producto de variados factores. Los más obvios tienen que ver con el estado interno del sujeto. Es evidente que debemos tomar en consideración los trastornos mentales que pueden afectar a la capacidad o competencia del sujeto (relacionados o no con la situación en la que esté)[25]. En el ámbito médico, los psiquiatras y los psicólogos saben con precisión razonable cómo, cuándo y por qué una persona tiene alterada su capacidad para tomar decisiones aceptables. Mientras exista la posibilidad de consultarlos, pues, deben ser ellos los que garanticen que el sujeto alcanza el nivel mínimo requerido.

Por otro lado, debemos considerar también otras circunstancias que pueden hacer que un sujeto capaz y competente tome una decisión inaceptable. Podemos mencionar algunas, que se refieren a aspectos externos que pueden corromper la decisión y que no tienen que venir referidas necesariamente al ámbito médico. Parece razonable pensar que la decisión que se toma es aceptable si el sujeto pudo manejar toda la información relevante disponible en su caso y basar su decisión en ella. Dicho de otro modo, es inaceptable que se dé por buena una decisión que habría sido diferente si la persona hubiese tenido la información que no se le proporcionó, o si hubiese podido comprender la información que se le proporcionó de manera incomprensible, o si hubiese tenido la información verídica en vez de la que se le proporcionó (cosa distinta es que no existiera dicha información o que, existiendo, nadie pudiera haberla conocido). Esto puede ocurrir en cualquier ámbito, médico y no médico; y la información puede venir referida a cualquier circunstancia que de cualquier modo afecte al proceso de decisión. Podemos pensar, por cierto, en la información sobre la enfermedad que padece el sujeto, pero no es difícil imaginarse otros casos en los que no aparezca ninguna enfermedad. En el ámbito médico, como es sabido, el procedimiento de entrega de la información se ha formalizado mediante el documento de consentimiento informado, que es uno de los elementos habituales de la relación entre el personal sanitario y los pacientes. Es razonable pensar que si lo importante del tal documento es aquello que certifica, hay que tener especial cuidado de que cumpla la función para la que fue pensado y no se convierta en una mera formalidad o en una farsa.

En un sentido similar, parece razonable pensar que la decisión es aceptable si cualquier otra vía de actuación está abierta en toda su posibilidad y extensión. Dicho de otro modo, no es razonable dar por buena una decisión a la que la persona ha llegado porque no se le ofrece otro camino, que, sin embargo, debería estar disponible. Eso tiene que ver no ya con la información que se le da o que el sujeto puede obtener, sino con lo que se puede hacer en esa situación. Tiene que ver, desde luego, con los cuidados que se le proporcionan, fuera o dentro del ámbito médico (en este último, los tratamientos de cuidados paliativos parecen tener un nivel de eficacia alto en muchos casos)[26]. Sería casi un sarcasmo que se diera por buena la decisión de una persona que depende de los cuidados de otra y que, porque no se le dan tales cuidados, afirma querer morir. Si lo que tiene ante sí es el sufrimiento o la liberación, no es sorprendente que elija lo segundo. No se está diciendo con esto que haya que aplicar tratamientos sin límite, ni que cuando se apliquen, nadie más tomará la decisión de morir, pero sí que tiene sentido exigir el máximo nivel de aplicación y extensión posible, con el fin de que la decisión del sujeto sea una auténtica decisión y no una salida desesperada ante la ineficacia en la gestión de su situación.

Este mismo argumento se puede extender incluso más allá de la situación que demanda los cuidados. No es descabellado pensar que hay personas cuya situación vital es vivida con desesperación y se ven abocadas a lo único que son capaces de vislumbrar como solución. Sería prolijo y complejo adentrarnos en un terreno así. Pero creo que no debemos descartar, y queda pendiente, una reflexión sobre este asunto, sobre las condiciones de vida que generamos, sobre el tipo de vida que estamos construyéndonos, y en el que algunos se ven destinados a ocupar un lugar ingrato, estrecho o cruel. Si no desarrollamos todas las posibilidades que tenemos para sostener sistemas que generen una vida agradable (por llamarla de un modo amplio y vago), las decisiones que algunas personas puedan tomar para escapar de la que les ha tocado serán las relativas a esa falta de agradabilidad. Claro que eso nos empuja a discutir qué es lo agradable y por qué lo es, a debatir sobre la justicia o la dignidad, sobre los derechos y los deberes, sobre la función del Estado, y sobre tantas otras cosas que deben quedar fuera de los límites de estas notas (el reconocimiento social, el cultivo de los afectos, el fomento de relaciones sanas y positivas, la promoción de los cuidados, la protección social, la generación de condiciones materiales adecuadas y suficientes, etc.). En cualquier caso, lo que nos interesa es tomar en consideración algo que es, por lo demás, muy obvio, a saber, que las decisiones de las personas son fundamentalmente el producto de las circunstancias en las que tales personas se encuentran; que las personas deciden en función de lo que tienen ante sí; y que cuando la decisión tiene la seriedad que tiene la que nos ocupa, es oportuno preguntarse por las circunstancias que rodean a esa decisión y por la posibilidad de encauzarla de otra manera mediante el cambio de las circunstancias.

Por nuestro uso de la internet o por el conocimiento del ámbito de la publicidad (en el que se pagan millones por manejar la información que llega al consumidor), sabemos bien que no es difícil, en términos generales, dirigir las decisiones de las personas. Si la información es parcial, como decíamos antes, o si se presenta una determinada opción como algo mucho más atractivo que otras, la decisión que tome la persona estará sesgada en esa misma medida. Esforzarse por acabar, en lo posible, con estos sesgos, significa esforzarse por evitar la limitación de la información y el manejo interesado de las posibilidades de actuación; significa esforzarse por fomentar la libertad de decisión removiendo los obstáculos.

Con todas estas condiciones cumplidas, parece difícil encontrar un fundamento para sustituir la voluntad de un individuo por la de otro. Que un individuo se vea imposibilitado de ejercer su voluntad en algún sentido significa que se ve forzado a seguir un comportamiento ajeno, forzado a cumplir un deber, en nuestro caso, el deber de seguir vivo. Pero ¿por qué? La respuesta, es verdad, puede ser variada; pero sea cual sea necesita de razones que la apoyen. En términos generales, estas razones podrían ser religiosas, psicológicas, morales, sociales, económicas, etc; pero, de una forma más detallada ¿en qué consistirían? ¿qué es lo que habría que decirle a esa persona para concluir que no puede tomar esa decisión sobre su propia vida? Por cierto que no se puede hablar alegremente de la muerte, de la desgracia de las desgracias, con la que se acaba mi mundo y, en consecuencia, el mundo conmigo[27]. La seriedad de la última decisión no puede difuminarse, sin más, con documentos, protocolos y otras fórmulas. Es verdad que hablamos de la autonomía, pero hablamos de mucho más, del sentido de la vida, de la importancia y el peso de la propia existencia, del enigma que somos unos para otros y para nosotros mismos. Cuando alguien toma una decisión así, decide que se acabe el mundo. Nada menos. Pero si no existe ninguna circunstancia o condición que la invalide ¿cómo podremos anularla? ¿quién podrá erigirse como director de la vida ajena? ¿cómo se podrá justificar que nuestro ser distinto pueda sobrepujar e imponerse a otro?[28]. Las respuestas, ciertamente, no son fáciles; pero con todo y con eso, es razonable pensar que son las limitaciones a la libertad de los otros las que deben ser fundamentadas y legitimadas. Lo contrario parece difícil de sostener (algo así como ‘debemos hacer siempre lo que nos digan otros salvo que fundadamente nos permitan hacer lo que queramos’)[29]. Es esta idea de la libertad radical, dicho sea de paso, la que encontramos en la Constitución, empezando por el artículo 1, siguiendo por los artículos 15 y siguientes, referidos a los derechos, y continuando por el artículo 9, que impone a los poderes públicos el deber de promover las condiciones para que la libertad sea real, efectiva y plena (por interpretables que sean estos términos, tienen un significado nuclear muy claro). Y es esta idea la que sirve de fundamento, por ejemplo, al tipo penal de las coacciones (art. 172 CP), de acuerdo con el cual, nadie (salvo que esté autorizado por la ley) puede impedir que otro haga lo que la ley no prohíbe o compelerle a hacer lo que no quiere.

 

3. La ley orgánica 3/21

 

Las anteriores observaciones sirven como un adecuado punto de apoyo para exponer y examinar de mejor manera la vigente Ley orgánica 3/21 de Regulación de la Eutanasia. Al fin y a la postre, el análisis crítico que se pueda hacer de la ley debe fundamentarse, para empezar, en la Constitución y en los derechos que en ella se proclaman. De acuerdo con lo dicho, se puede concluir que la ley que comentamos tiene un adecuado enganche en la Constitución (no sólo desde un punto de vista formal, como se dice en la disposición final segunda, que remite al art. 149.1.1ª y 16ª). Es posible permitir la eutanasia tomando como fundamento el artículo 16 de la norma suprema. No queda claro cual es el fundamento específico del que se sirve la ley orgánica citada, pero sí es más claro que, de cualquier modo, pretende estar amparada en la Constitución.

Recorriendo su contenido, podemos observar en el primer artículo que la ley regula el derecho a solicitar y recibir ayuda para morir. En términos más conocidos, se regula lo que podríamos llamar la eutanasia voluntaria, activa y directa. No vamos a entrar ahora en distinciones que, por lo demás, son discutibles (salvo la referida a la voluntariedad); baste decir que, en relación con estos tres términos, de lo que se trata en la ley es del tipo de eutanasia en la que una persona realiza los actos necesarios para causar intencionalmente la muerte de otra (o cooperar en ella), por su petición. Aparte de otras de menor importancia, las tres cuestiones principales que se tratan se refieren a la situación en la que se encuentra la persona que desea morir (el sujeto paciente), a la petición que realiza y al comportamiento de los distintos sujetos agentes.

 

3.1. La situación del sujeto paciente

 

Como hemos dicho más arriba, lo que permite diferenciar la eutanasia de la cooperación al suicidio es la situación en la que se encuentra el sujeto paciente. En el artículo 5.1.d) de la ley se indica que el sujeto debe “sufrir una enfermedad grave e incurable o un padecimiento grave, crónico e imposibilitante [sic] en los términos establecidos en esta Ley, certificada por el médico responsable”. Los términos establecidos en la ley son los del artículo 3.b) y 3.c). De acuerdo con estos, se entiende que una enfermedad es grave e incurable cuando produce “sufrimientos físicos o psíquicos constantes e insoportables”, que no pueden ser aliviados, y sitúa al paciente en un “contexto de fragilidad progresiva” con un “pronóstico de vida limitado”; y se entiende que un padecimiento es grave, crónico e imposibilitante (o mejor ‘incapacitante’) cuando impide a la persona valerse por sí misma, expresarse y relacionarse adecuadamente, generando “un sufrimiento físico o psíquico constante e intolerable para quien lo padece”, sin que sea posible la curación o la mejora.

Se puede apreciar en estas definiciones de la ley un valioso esfuerzo por clarificar las expresiones más importantes. La vaguedad, por cierto, no se puede eliminar totalmente, pero el hecho de que a la definición se una la certificación del médico responsable permite reducirla hasta un límite razonable. El sujeto paciente puede estar, por tanto, en dos situaciones: gravemente enfermo, con un pronóstico de vida corto y sufriendo de manera insoportable y constante, o sin posibilidad de valerse por sí, con una capacidad de comunicarse y de relacionarse afectada, y sufriendo de manera constante e intolerable. En ambos casos, se maneja un elemento objetivo (el sujeto está objetivamente enfermo y su pronóstico de vida es objetivamente corto, o el sujeto ha perdido objetivamente su capacidad para valerse o se expresa con dificultad) y un elemento subjetivo (que el sufrimiento del sujeto sea insoportable o intolerable depende de su propia vivencia). Es razonable pensar que ambos factores permitan una delimitación adecuada de la situación que se quiere describir.

 

3.2. La petición del sujeto paciente

 

En el art. 4 de la ley se insiste en que la decisión del sujeto debe ser autónoma y basada en una información adecuada, y debe haber sido efectivamente comprendida (de todo lo cual debe quedar constancia). Debe ser, se dice, una decisión “individual, madura y genuina, sin intromisiones, injerencias o influencias indebidas” (art. 4). Por esa misma razón, se exige, en el art. 5, que la persona sea mayor de edad, capaz y consciente, que la información se le entregue por escrito y que incluya otras posibles vías de actuación (en particular, la referida a los cuidados paliativos) y que, igualmente por escrito, el sujeto solicite la ayuda por dos veces, en dos momentos separados al menos por quince días[30].

También en este punto se procura garantizar que la eutanasia tenga verdaderamente como fundamento la decisión autónoma del sujeto paciente. Cabe, sin duda, la posibilidad de que a pesar de todos los resguardos la persona no tome esa decisión por sí misma, sino debido a la presión que se ejerce sobre ella (debido a lo que se le dice o no se le dice, debido a lo que se le sugiere, debido a que se le hace sentir egoísta o culpable si es que no toma la decisión, etc.)[31]. Las formas de presión son variadas en calidad y en cantidad (las hay fuertes y débiles, burdas y sutiles, rechazables y atractivas), y parece imposible atajarlas todas con el articulado de una ley, con el que apenas se pueden impedir las más groseras. En cualquier caso, cabe indicar con cierta precisión una determinada dirección, un determinado objetivo, que no debe llamar a engaño a quien quiera entender. Lo que se busca es que el sujeto paciente decida por sí, que pueda manejar su vida de acuerdo con sus creencias. Que estas ideas tengan una aplicación real y efectiva y no una engañosa, torticera o retorcida no depende, por desgracia, de la ley. Depende, en cambio, del tipo de personas que se involucran en el asunto; y eso tiene que ver con las normas morales que un grupo social configura. Dado que el sentimiento moral no se puede imponer por la ley (aunque las leyes pueden promoverlo o corromperlo), lo que queda es preguntarse por el tipo de personas que puede involucrarse en la práctica de la eutanasia y si la ley es capaz de garantizar que la decisión del sujeto paciente es todo lo libre que se pretende. Quizá un régimen de sanciones más preciso fuera necesario para asegurar un cumplimiento cabal de la ley, dado que lo que se establece en la disposición adicional segunda es ciertamente escaso. Puede ser de ayuda también (como se indica en la disposición adicional 7ª) que se aliente a las personas a dejar por escrito su voluntad[32].

Las indicaciones son, en general, razonables; lo fundamental es preguntarse si son suficientes. Lo que se busca, se dice con claridad, es que la decisión “no sea el resultado de ninguna presión externa” (art. 5.1.c)); que haya garantía de que la voluntad es “inequívoca”; que el sujeto, en pleno uso de sus facultades, dé su consentimiento libre, voluntario y consciente, basado en la información adecuada. Y por esa razón, se exige (art. 6) que la manifestación de voluntad se haga por escrito, con fecha y firma, en presencia de un profesional sanitario, que también firmará (no siempre será el médico responsable, aunque el documento siempre llegará a él); se permite que en cualquier momento el sujeto revoque su decisión o aplace su puesta en práctica; y se ejerce un control antes de que se lleve a cabo la eutanasia y también después[33]. Quedan, no obstante, algunas precisiones por hacer. En primer lugar, dada la seriedad de la situación, debe hacerse hincapié en la importancia de asegurar que lo que el sujeto decide es lo que quiere decidir, conociendo toda la información disponible y teniendo abiertas todas las alternativas que las circunstancias permitan, y no la opción inevitable que le queda ante una situación desesperada. Esto significa, lo decíamos más arriba, que el documento de consentimiento informado no puede tener valor por sí mismo, sino como reflejo de un proceso más amplio y profundo de comunicación con el paciente. Significa que la situación del sujeto debe ser valorada por un asistente social, para detectar situaciones que pueden condicionar gravemente la decisión (algo que no aparece en la ley, pero que no debería dejarse de lado). Y significa que el sujeto debe tener efectivo y real acceso a los tratamientos paliativos, que le puedan ofrecer la mejor situación posible, dadas las circunstancias. Es verdad que las circunstancias sanitarias pueden ser lamentables, pero precisamente por ello se debe hacer el máximo esfuerzo (económico) por mejorarlas. La ley no se refiere a esto, ni quizá tendría buen acomodo aquí; pero es razonable pensar que se trata de un asunto que debe enlazarse a la cuestión de la eutanasia y debe ser resuelto en conjunto. En segundo lugar, si de lo que se trata es de garantizar que el sujeto que toma la decisión es capaz, parece igualmente necesario que haya un análisis psicológico o psiquiátrico, algo que en la ley está ausente. Que sea el médico responsable el que certifique que el sujeto “no se encuentra en pleno uso de sus facultades” (art. 5.2) o que “carece de entendimiento y voluntad suficientes” (art. 3.h)), no parece ser una garantía muy rigurosa. No sería bueno multiplicar los participantes hasta convertir el proceso en algo burocrático lleno de obstáculos. Y es verdad que la intervención, previa y posterior, de la Comisión de Garantía y Evaluación cumple una función muy importante y para algunos puede ser suficiente. Pero no es menos cierto que la valoración que puedan dar el asistente social, el psicólogo o el psiquiatra, pueden ser definitivas para entender no sólo lo que dice el sujeto, sino sobre todo por qué lo dice y para qué lo dice. Es una pena que nada de esto esté en la ley, pues sin esa información puede ser difícil en algunos casos garantizar que la decisión es libre, auténtica y válida.

 

3.3. El comportamiento de los sujetos agentes

 

En la práctica de la eutanasia intervienen fundamentalmente dos tipos de sujetos, por un lado, el personal sanitario más cercano al sujeto paciente, entre el que destacan el médico responsable y el médico consultor, y por otro, la Comisión de Garantía y Evaluación (una por cada Comunidad Autónoma o ciudad autónoma). Como cuestión general, hay que decir que, de acuerdo con lo establecido en la ley, la eutanasia la llevan a cabo los profesionales sanitarios. Quedan fuera, pues, todos aquellos casos en los que en sujeto activo no pertenece al ámbito de la sanidad. La apreciación no es menor. El mismo acto del profesional sanitario, practicado, sin embargo, por otra persona (por ejemplo, por un familiar) se convierte en un delito, tipificado en el artículo 143.4 CP. Por descontado, no es este el único caso en el que se establece una diferencia de este estilo (es lo que divide, por decir, a un homicidio de una ejecución o a una condena a prisión de un secuestro), pero no deja de ser llamativo que se aplique también aquí. Si el acto que se regula se considera algo aceptable, se podría pensar que el cambio del sujeto activo no debería marcar una diferencia tan grande (entre el cumplimiento de un derecho y la comisión de un delito). Sólo se entiende que se haya hecho así si se considera que el objetivo es impedir que se extiendan los casos más allá del ámbito sanitario, en el que se puede ejercer un control más estrecho. Habría que decir, pues, que la ley busca un nivel alto de seguridad, para garantizar el cumplimiento de la voluntad del sujeto paciente. Sean cuales sean las dificultades prácticas para conseguirlo, la meta está claramente establecida.

El médico responsable es el que recibe las dos solicitudes del sujeto paciente y dialoga con él, después de la primera, acerca de su situación, de su diagnóstico y su pronóstico, “asegurándose de que comprende la información que se le facilita” (art. 8), y después de la segunda, sobre las dudas o necesidades que éste tenga. Es igualmente el que comunica esta decisión al equipo y, si así lo quiere el paciente, a sus familiares o allegados, y el que recaba el documento de consentimiento informado. Debe también consultar a otro médico (el médico consultor), que certificará, si es el caso, que se cumplen los requisitos establecidos en la ley. Es el que informa del caso a la Comisión de Garantía y Evaluación, para que ésta realice un primer control previo (art. 8.5). Y es, en fin, el que remite a la misma Comisión, después de practicada la eutanasia, el documento primero, con los datos identificativos de las personas involucradas (sujeto paciente, médico responsable, médico consultor, representante en caso de haberlo), y el documento segundo, con otra información relevante (sexo y edad del sujeto paciente, fecha y lugar de la muerte, diagnóstico y pronóstico, información sobre su sufrimiento, sobre la voluntariedad de su decisión y la ausencia de presiones, etc.) (art. 12).

La ley no deja claro quién es el sujeto que practicará la eutanasia. Pero sí dice que la ayuda del sujeto agente puede ser de dos tipos: puede consistir en la causación directa de la muerte (mediante la administración de la droga oportuna) o puede consistir en la cooperación activa (mediante la entrega de la sustancia al sujeto paciente, de manera que sea él quien se la administre) (art. 3.g)). En cualquiera de los casos, se exige “el máximo cuidado y profesionalidad”, el respeto a la voluntad de la persona, y la asistencia y apoyo permanentes (art. 11).

Por su parte, la Comisión de Garantía y Evaluación, en particular, un médico y un jurista miembros de la misma, es la encargada de examinar, también con carácter previo, el caso y emitir un informe, que puede ser favorable (en cuyo caso, se puede proceder a la eutanasia), o desfavorable (que deja abierta la posibilidad de reclamar ante el mismo órgano y después ante la jurisdicción contencioso-administrativa) (arts. 10 y 18.a)). Posteriormente debe verificar si se han cumplido los requisitos estipulados en la ley, consultando el documento segundo y, si fuera necesario, el documento primero. Ejerce también de órgano consultivo y supervisa el funcionamiento general del sistema establecido por la ley, detectando los problemas que se puedan producir y sugiriendo las mejoras posibles (art. 18 c) y d)). Finalmente, es la encargada de elaborar un informe anual en el que se evalúe la aplicación de la ley (art. 18. e)).

En términos generales, se toman también una serie de medidas de garantía. Unas, para que el ejercicio del derecho establecido sea efectivo, ya en los centros sanitarios (públicos, privados o concertados), ya en los domicilios particulares (arts. 13 y 14). Otras para evitar abusos (se impide intervenir a los que tengan conflictos de interés o salgan beneficiados con la eutanasia) (art. 14). Otras para proteger la intimidad de los sujetos involucrados, especialmente del sujeto paciente (arts. 15 y 19, en los que se exige la confidencialidad en el tratamiento de la información). Y, en fin, otras para proteger la conciencia de los profesionales sanitarios, que pueden ejercer su derecho a la objeción de conciencia, anticipadamente y por escrito (al respecto se establece la creación de un registro (confidencial) de objetores) (art. 16)[34].

 

3.4. Otras cuestiones

 

Quedan en la ley otras cuestiones de menor importancia, que aparecen después del articulado, tales como la referida a la consideración de la muerte del sujeto paciente como muerte natural a efectos legales (disp. adic. 1ª), la que tiene que ver con el régimen sancionador, que queda remitido a la Ley General de Sanidad (disp. adic. 2ª), o la que se refiere al informe anual que cada Comunidad Autónoma debe remitir al Ministerio de Sanidad (disp. adic. 3ª), entre otras. 

Merecen destacarse, sin embargo, las siguientes. Por un lado, la disposición adicional 6ª, en la que se establece la necesidad de elaborar (por parte del Consejo Interterritorial del Sistema Nacional de Salud) un manual de buenas prácticas, con el fin de que la ley se aplique correctamente, es decir, para el fin para el que ha sido promulgada. Por otro, la disposición adicional 7ª, donde se insta a promover entre los ciudadanos la elaboración de documentos de instrucciones previas y entre los profesionales sanitarios el conocimiento de la ley y la formación especializada (que permita aplicarla adecuadamente o ejercer más fácilmente la objeción de conciencia). En ambas disposiciones se trasluce una preocupación por que la ley sirva para lo que ha sido pensada, que es, en definitiva, para proteger el derecho a morir de los sujetos pacientes. No es seguro que el objetivo pueda cumplirse así, pero al menos quedan puestas las bases para que sea posible.

En tercer lugar, cabe destacar la disposición final 1ª, en la que se establece la modificación del apartado cuarto del artículo 143 del Código Penal y la inclusión de un apartado quinto. Es una lástima que en el apartado cuarto sólo se modifique lo referido a la situación del sujeto pasivo (para adecuarlo a lo establecido en la ley de eutanasia). Al quedar sin modificar el resto del apartado, permanecen los mismos defectos que siempre tuvo. Se sale de los límites impuestos a este trabajo hacer un análisis de lo que se estipula en este tipo penal. Basta recordar que ni el comportamiento del sujeto activo que se quiere castigar queda claro (no se sabe, por ejemplo, si cabe la omisión), ni la petición del sujeto pasivo se establece de forma precisa (se dice que debe ser expresa, seria e inequívoca), ni la pena que se quiere imponer está bien expresada (es difícil saber cuántos grados hay que rebajarla respecto de qué apartados)[35].

Pero sea lo que sea de esto, lo cierto es que se incluye un apartado quinto en el que se excluye la responsabilidad penal de quien practique la eutanasia de acuerdo con la ley orgánica 3/21. Aunque se siguen utilizando expresiones ambiguas (por ejemplo, “quien causare o cooperare activamente”), se pueden salvar los defectos entendiendo que todo queda remitido a lo establecido en la ley orgánica citada, que es mucho más precisa. Más difícil resulta entender qué ocurre si se practica la eutanasia incumpliendo la ley en algún punto. Un poco más arriba nos referíamos al hecho de que la ley circunscribe la práctica de la eutanasia al ámbito sanitario (el sujeto agente será un profesional sanitario). Siendo esto así, habrá que entender que si la practica, por ejemplo, un familiar (que por lo demás, puede tener un sentimiento de amor hacia el sujeto paciente mucho más profundo), estaría cometiendo un delito, lo que no deja de ser llamativo. Y siendo esto así, habrá que entender también que quien incumple algo de lo establecido en la ley reguladora de la eutanasia podría tener responsabilidad penal. Lo único que encontramos en la ley es la disposición adicional segunda, en la que la ley se remite, de manera breve, al régimen sancionador de la Ley 14/1986 General de Sanidad, y se menciona, en términos generales, una posible responsabilidad civil, penal y profesional. Con una expresión tan parca, es difícil saber cuándo se generará responsabilidad penal, lo que parece preocupante.

 

 

 

Referencias bibliográficas

 

ACEDO, Ángel (1996): “El orden público actual como límite a la autonomía de la voluntad en la doctrina y la jurisprudencia”, Anuario de la Facultad de Derecho. Universidad de Extremadura, 1996-1997, n.º 14-15, pp. 323-391.

 

ÁLVAREZ, Íñigo (2002): La eutanasia voluntaria autónoma, Madrid: Dykinson.

 

AQUINO, Tomás (1989): Suma de teología, II, parte I–II, Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos.

 

BEŠIREVIC, Violeta (2008): “The Discourses of Autonomy in the International Human Rights Law: Has the Age of a Right to Die Arrived?”, Cuadernos Constitucionales de la Cátedra Fadrique Furió Ceriol, 2008, nº 62-63, pp. 19-34.

 

CONNOR, Stephen R. (ed.) (2020): Global Atlas of Palliative Care, Worldwide Palliative Care Alliance.

 

DE CASTRO, Federico (1982): “Notas sobre las limitaciones intrínsecas de la autonomía de la voluntad”, Anuario de Derecho Civil, 1982, vol. 35, n.º 4, pp. 987-1085.

DE LA TORRE, Javier (2019): “Eutanasia: los factores sociales del deseo de morir”, Revista Iberoamericana de Bioética, 2019, nº. 11, pp. 1-23.

 

DWORKIN, Ronald (1993): Life’s Dominion, Nueva York: Alfred A. Knopf.

 

FEINBERG, Joel (1978): “Voluntary Euthanasia and the Inalienable Right to Life”, Philosophy and Public Affairs, 1978, vol. 7, nº. 2, pp. 99-123.

 

FERNÁNDEZ, Albino (2015): “Orden público y seguridad ciudadana. Modificaciones normativas”, Revista de Derecho de la UNED, 2015, n.º 17, pp. 287-318.

 

FERNÁNDEZ, José Luis, HERRANZ, Pablo y SEGOVIA, Laura (2021): “La valoración de la capacidad del paciente: ni depende del riesgo, ni es un mero resultado”, Dilemata, 2021, nº. 35, pp. 5-16.

 

FOOT, Philippa (1977): “Euthanasia”, Philosophy and Public Affairs, 1977, vol. 6, nº. 2, pp. 85- 112.

 

GONZÁLEZ CAMPOS, Julio Diego y FERNÁNDEZ ROZAS, José Carlos (1995): “Orden público como correctivo funcional: artículo 12, apartado 3 del Código civil”, en M. Albaladejo y S. Díaz Alabart edtrs., Comentarios al Código civil y Compilaciones forales, Jaén: Edersa, pp. 894-826.

 

HOWART, G. y JEFFERYS, M. (1996): “Euthanasia: sociological perspectives”, British Medical Bulletin, 1996, vol. 52, nº 2, pp. 376-385.

 

IGLESIAS, Juan (2010): Derecho romano. Historia e instituciones, Barcelona: Sello Editorial.

 

IZU, Miguel José (1988): “Los conceptos de orden público y seguridad ciudadana tras la Constitución de 1978”, Revista Española de Derecho Administrativo, 1988, n.º 58, pp. 233-254.

 

LEWIS, Penney (2007): “The Empirical Slippery Slope from Voluntary Euthanasia to Non-Voluntary Euthanasia”, Journal of Law, Medicine & Ethics, 2007, vol. 35, nº, 1, pp. 197-210.

 

MARTÍN, Julia (2021): “La valoración de la madurez en adolescentes. Requisitos, indicadores y condicionantes”, Dilemata, 2021, nº. 35, pp. 31-52.

 

MINOCHA, Aneeta A., MISHRA, Arima y MINOCHA, Vivek R. (2001): “Euthanasia: A Social Science Perspective”, Economical and Political Weekly, 2001, vol. 46, nº 49, pp. 25-28.

MONTALVO, Juan Carlos (2010): “Concepto de orden público en las democracias contemporáneas”, Revista Jurídica de la Universidad Autónoma de Madrid, 2010, n.º 22, pp. 197-222.

 

NAGEL, Thomas (1979): “Death”, en T. Nagel, Mortal Questions, Cambridge: Cambridge University Press, pp. 1-10.

 

ORIOL, Isabel et al. (2014): Informe de la situación actual en cuidados paliativos, AECC, 2014. En: http://www.caib.es/sacmicrofront/archivopub.do?ctrl=MCRST3145ZI178957&id=178957

 

ORTEGA, David (1999): “La objeción de conciencia en el ámbito sanitario”, Revista de Derecho Político, 1999, nº 45, pp.105-147.

 

RUIZ MIGUEL, Alfonso (1993): “Autonomía individual y derecho a la propia vida”, Revista del Centro de Estudios Constitucionales, 1993, nº 14, pp. 135-165.

 

SALOMON, Mildred Z., O’DONNELL, Lydia., et al. (1993): “Decisions Near the End of Life: Professional Views on Life-Sustaining Treatments”, American Journal of Public Health, 1993, vol. 83, nº 1, pp. 14-23

 

SEPPER, Elizabeth (2012): “Taking Conscience Seriously”, Virginia Law Review, 2012, vol. 98, nº 7, pp. 1501-1575.

 

SINGER, Peter (1979): Practical Ethics, Cambridge: Cambridge University Press.

 

SIURANA, Juan Carlos (2006): “Ética de las decisiones clínicas ante pacientes incapaces”, Veritas, 2006, vol. I, nº. 15, pp. 223-244.

 

SPAEMANN, Robert (2007): “¿Matar o dejar morir?”, Cuadernos de bioética, 2007, vol. 18, nº. 62, pp. 107-116.

 

TRIVIÑO, Rosana (2014): El peso de la conciencia, Madrid: CSIC-Plaza y Valdés.

 

VÉZINA-IM, Lydi-Anne., LAVOIE, Mireille, et al. (2014): “Motivations of physicians and nurses to practice voluntary euthanasia: a systematic review”, BMC Palliative Care, 2014, vol. 13. En: https://bmcpalliatcare.biomedcentral.com/articles/10.1186/1472-684X-13-20

 

VILLEY, Michel (1976): Estudios en torno a la noción de derecho subjetivo, Valparaíso: Ediciones Universitarias de Valparaíso.

 

ZAMARRO, José Luis (1996): “Límites a la libertad de conciencia”, Anales de Derecho de la Universidad de Murcia, 1996, n.º 14, pp. 535-590.

 

 

 



[1] El autor es Profesor asociado en la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad de Chile. Doctor en Filosofía por la Universidad Autónoma de Madrid.

[2] Tales encuestas o estudios (que abundan), como el de Salomon (por citar alguno de hace unas décadas) (Salomon y O’Donnell, 1993), el de Vèzina-Im (Vèzina-Im y Lavoie, 2014), el de Ipsos MORI y The Economist (2015), o, en España, los del CIS, Metroscopia o las variadas encuestas de los colegios médicos, son necesarios para abordar una regulación que tenga un fundamento sólido en la realidad social. Una breve aproximación sociológica puede verse en Howarth y Jefferys (1996).

[3] Por citar un ejemplo, en su trabajo, Minocha, Mishra y Minocha son igualmente precisos al abogar por “más investigación de las ciencias sociales para entender las cuestiones sobre la vida y la muerte” (Minocha, Mishra y Minocha, 2001: 28).

[4] El carácter insoportable del sufrimiento o absurdo de la vida puede ser evaluado, desde luego, desde un punto de vista objetivo, complementado en los supuestos dudosos con un punto de vista subjetivo; y la especial consideración se puede relacionar con la importancia que se le da (en el caso de que exista) a la voluntad de la persona que muere, a su bienestar o a su autonomía. Se evita así que se pueda considerar eutanasia causar la muerte contra la voluntad del sujeto paciente.

[5] Dicho sea de paso, en el articulado de la ley no se habla de la eutanasia (ni se define, por tanto), sino del derecho a solicitar y recibir la ayuda necesaria para morir (art. 1).

[6] Se repite la idea más adelante: “la eutanasia conecta con un derecho fundamental de la persona constitucionalmente protegido como es la vida, pero que se debe cohonestar también con otros derechos y bienes...”.

[7] Feinberg, por ejemplo, sigue este camino al entender que el titular puede renunciar a su derecho a la vida y elegir morir; “renuncio a mi derecho a la vida -sostiene- al ejercer mi derecho a morir […] pongo en acción ese derecho [a la vida] al ejercerlo en un sentido o en otro” (Feinberg, 1978: 121).

[8] Quien quiera remontarse hasta la concepción romana del ius se encontrará, como recuerda Iglesias, con nociones muy variadas y con un significado que evoluciona desde la idea de conformidad con la voluntad de los dioses, pasando por la idea de aquello que es lícito o de la norma que lo establece, hasta llegar a expresar aquello que se corresponde con la justicia (que no es, por cierto, de factura humana), como se compendia en la sentencia de Ulpiano (Iglesias, 2010). Y quien desee ocuparse de debates más recientes, descubrirá una variedad de doctrinas, planteamientos y enfoques, que dibujan un panorama amplio y complejo, empezando por el conocido trabajo de Hohfeld y siguiendo por los de Kelsen, Hart, Nino, MacCormick y tantos otros.

[9] Una interesante aproximación puede verse en Villey (1976).

[10] Ese es el camino que sigue, por ejemplo, Foot, cuando menciona la posibilidad que tiene el titular del derecho a la vida de “anular algunos de los deberes de no interferencia” (Foot, 1977: 105).

[11] Aunque no se expone en estos términos, puede verse una idea similar en la STC 120/1990 (f.j. 7), donde se establece que el derecho a la vida tiene “un contenido de protección positiva que impide configurarlo como un derecho de libertad que incluya el derecho a la propia muerte”; y lo mismo puede verse en el caso Pretty contra el Reino Unido (STEDH de 29 de abril de 2002, ap. 39).

[12] En la STC 120/1990 (f.j. 8), por ejemplo, quedó establecido que el derecho a la integridad física y moral “protege la inviolabilidad de la persona, no sólo contra ataques dirigidos a lesionar su cuerpo o espíritu, sino también contra toda clase de intervención en esos bienes que carezca del consentimiento del titular”, añadiendo que el derecho “resultará afectado cuando se imponga a una persona asistencia médica en contra de su voluntad, que puede venir determinadas por los demás variados móviles y no sólo por el de morir y, por consiguiente, esa asistencia médica coactiva constituirá limitación vulneradora del derecho fundamental a no ser que tenga justificación constitucional”. Lo mismo puede verse en la STC 48/1996 (f.j. 3), en la que se afirma que “el derecho a la integridad física y moral no consiente que se imponga a alguien una asistencia médica en contra de su voluntad, cualesquiera que fueren los motivos de esa negativa”.

[13] Ni tampoco el derecho a la libertad y a la seguridad del art.17 CE, que tiene más que ver con la libertad ambulatoria (al respecto véase, por ejemplo, Ruiz Miguel, 1993).

[14] O en el artículo 3 del Convenio Europeo de Derechos Humanos, como se indica en la citada STEDH de 29 de abril de 2002 (ap.53).

[15] En este sentido, se dice igualmente en la STC 120/1990 (f.j. 10) que el artículo 16.1 CE “comprende, además, una dimensión externa de agere licere, con arreglo a las propias ideas sin sufrir por ello sanción o demérito ni padecer la compulsión o la injerencia de los poderes públicos” (véase lo mismo en las SSTC 15/82, f.j.6; 19/1985, f.j. 2; 137/1990, f.j. 8; o 154/2002, f.j. 6, referido a la libertad religiosa). Lo que indicamos aquí es que no sólo es algo permitido, sino que forma parte del contenido de un derecho.

[16] Es verdad que en otras normas se amplía la limitación. El art. 9.2 del Convenio Europeo para la Protección de los Derechos Humanos y de las Libertades Fundamentales, establece como límites “la seguridad pública, la protección del orden, de la salud o de la moral públicas, o la protección de los derechos o las libertades de los demás” (y lo mismo se dice en el art. 18.3 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, de 1966). Dicho sea de paso, en relación con la libertad religiosa la STC 154/2002 (f.j. 13) hace referencia a ambas normas, para concluir que no se afecta la seguridad, la moral pública, ni la salud pública por el hecho de rechazar una transfusión de sangre.

[17] Quizá no sea exagerado hablar, como hacen González Campos y Fernández Rozas por ejemplo, de una general actitud desesperanzada frente a este concepto jurídico indeterminado (González Campos y Fernández Rozas, 1995). En el mismo sentido se pronuncian Fernández (2015), Acedo (1996), o De Castro (1982), a quien, dado el panorama, le parece “demencial” intentar proponer una definición de orden público.

[18] El autor habla de tres acepciones: la de seguridad impuesta, la de los principios y normas esenciales, y la de seguridad personal entendida como derecho subjetivo (Fernández, 2015). Y Acedo menciona otras figuras afines tales como el interés público, las leyes imperativas, las buenas costumbres o los principios generales del Derecho (Acedo, 1996).

[19] En un sentido similar se refieren González Campos y Fernández Rozas a las condiciones mínimas que permiten el funcionamiento del ordenamiento jurídico (González Campos y Fernández Rozas).

[20] Este último ofrece hasta ocho características del orden público (juridicidad, objetividad, reflejo de la realidad social, excepcionalidad, dinamicidad y flexibilidad, fijación jurisprudencial, funcionalidad negativa y carácter positivo) y enlaza la noción a los principios constitucionales (Acedo, 1996).

[21] En un sentido similar, véase la STC 19/85 f.j. 1º y también Acedo (1996).

[22] Como afirma Lewis al tratar de la pendiente resbaladiza hacia la eutanasia no voluntaria, hay que mostrar que es la legislación el elemento que produce esa ampliación a otros casos (en relación con la situación anterior a la legislación en el mismo país y en relación con otros países que no cuentan con ella) (Lewis, 2007).

[23] Por esa línea avanza, por ejemplo, Spaemann cuando afirma que “en la mayor parte de los casos el suicidio no es sino la expresión de una debilidad extrema y del empobrecimiento de la capacidad de evaluar la realidad” (Spaemann, 2007: 109).

[24] Véase una aproximación reciente a la cuestión en Fernández, Herranz y Segovia (2021). Sobre algunas situaciones específicas (adolescentes o personas incapaces), pueden verse, por ejemplo, Martín (2021) o Siurana (2006).

[25] Dicha capacidad la manifiesta el sujeto, como decía Dworkin, en “la aptitud para comportarse en consonancia con su auténtica prioridad o carácter o convicción o identidad” (Dworkin, 1993: 225).

[26] Puede verse sobre el particular un interesante estudio de hace unos años de la Asociación Española Contra el Cáncer (Oriol et al., 2014 [en línea: www.aecc.es]). En verdad, las cifras que se ofrecen en algunos trabajos son inquietantes: “En España -sostiene De la Torre-, el 50% de las personas que lo necesitan mueren con dolor físico y el 75% con dolor emocional” (De la Torre, 2019: 10). Puede encontrarse nutrida información, por ejemplo, en Connor, (2020).

[27] Es, como decía Nagel, “la súbita supresión de los posibles bienes que no tienen un límite definido”, que es lo que caracteriza a nuestra vida (Nagel, 1979: 10).

[28] Dworkin se refería también a esta idea cuando basaba el valor de la autonomía en “la capacidad de expresar el propio carácter (valores, compromisos, convicciones e intereses fundamentales y experienciales) en la vida que uno lleva” (Dworkin, 1993: 224).Y Singer era igualmente claro cuando afirmaba la defensa de la eutanasia voluntaria sobre el fundamento del “respeto de las preferencias, o la autonomía, de los que piden la eutanasia; y la evidente base racional de la decisión” (Singer, 1979: 146).

[29] El mismo Dworkin es preciso: “hacer que alguien muera de un modo que otros aprueban, pero que él considera una espantosa contradicción con su vida es una forma de tiranía terrible y detestable” (Dworkin, 1993: 217).

[30] Cabe también que el sujeto paciente no sea capaz de expresar en esos términos su voluntad, pero exista un documento de instrucciones previas, que permita saber cómo actuar (arts. 5.2 y 6.4).

[31] Como asegura Spaemann, para quien es evidente que si se permite la eutanasia “los ancianos y enfermos pronto tendrán que responder ante sus cuidadores, parientes y conciudadanos por todos los desvelos, privaciones y cuidados que detraen en su beneficio” (Spaemann, 2007: 110). La cuestión es de tal importancia que Foot no duda en hablar de un “desastre espiritual”, y ve difícil encontrar formas eficaces de evitar la presión (Foot, 1977: 112).

[32] Como sugiere, por ejemplo, Foot (1977).

[33] Que se tome esa decisión no significa, sin más, que vaya a ser aceptada. El artículo 7 autoriza al médico responsable a denegar la prestación (en un informe escrito y motivado), frente a la cual, el sujeto paciente también puede reclamar ante la Comisión de Garantía y Evaluación.

[34] La bibliografía sobre objeción de conciencia es abundante. Pueden consultarse, por ejemplo, trabajos interesantes como el de Ortega (1999) o el de Sepper (2012). Un estudio amplio puede verse en Triviño (2014).

[35] Un estudio más detallado puede verse en Álvarez Gálvez (2002).