La constitución del constitucionalismo: Política en el Derecho y Derecho en la Política
Juan Carlos Corbetta[1]
Ricardo Sebastián Piana[2]
Universidad Nacional de la Plata
1. Introducción
A |
diferencia de otros países, nuestros constituyentes han añadido al término Constitución, los de “de la Nación Argentina” en el intento de acentuar el elemento aglutinador de Nación para un pueblo dividido por las luchas intestinas. Sin embargo, técnicamente, la Constitución es siempre Constitución Política porque es la más importante definición política de un Estado, como comunidad política moderna con la pretensión – no siempre exitosa – de regular los derechos, deberes y obligaciones de gobernantes y gobernados.
Estas definiciones no se encuentran sólo en el texto constitucional. A pesar de reconocer en la constitución jurídica escrita la virtud de ser un material identificable para la gran mayoría de los actores políticos y sociales de un Estado, lo cierto es que una gran cantidad de normas y jurisprudencia de los poderes constituidos cumplen las funciones del constitucionalismo.
Si bien la Constitución jurídica escrita constituye la estructura básica del poder institucional del Estado, la Constitución Política está integrada también por normas formales emanadas de los órganos constitucionales competentes para ello y por la interpretación que los tribunales de justicia realizan acerca de dichas normas.
Esas normas, independientemente de su jerarquía, esas interpretaciones judiciales, independientemente del órgano del que emanen, hacen operativos los principios constitucionales. Completan su sentido, llenan sus lagunas, precisan sus ambigüedades y vaguedades. Es por ello que esas normas, esos fallos, más allá de su distinto nivel de jerarquía, son tan importantes como la constitución jurídica escrita.
Ahora bien, ¿cómo no convertir a la constitución jurídica escrita en una mera declaración fácilmente maleable por esas normas y decisiones jurisprudenciales de los poderes constituidos? Pero también, ¿cómo hacer para que poderes constituidos, circunstancialmente mayoritarios, no creen “su” constitución, alejada del sentido y los fines constitucionales? En síntesis, ¿cuál es la esencia de la constitución y cuál es la constitución del constitucionalismo?.
Para dar respuesta a estas preguntas, previo efectuar un recorrido por los aspectos conceptuales de política, derecho y Estado, describiremos las notas de este modelo constitucional, que identificamos como constitución del constitucionalismo, para comprender su dependencia a ciertas líneas ideológicas cuya pretensión “secularizadora” ha implicado más retrocesos que avances en el devenir institucional de los Estados democráticos.
2. Poder, Derecho y Estado
El concepto de poder político es más amplio que el de poder del Estado. El poder político del Estado, como realidad compleja, no puede ser aprehendido sólo mediante el conocimiento de las dimensiones normativas y jurisprudenciales de la realidad política: requiere también el conocimiento de éstas, juntamente con el de la actividad específica de todos los actores.
Está opción implica adoptar un método demostrativo, que tiene por finalidad el análisis de todo aquello que hace a la naturaleza de las instituciones y de los gobiernos que se suceden históricamente, con independencia de sus variaciones y contingencias circunstanciales y de la intensidad de las mismas. Asimismo, no deja de centrar su búsqueda en el análisis, la reflexión y la explicación de la acción y la decisión política, que consiste en la permanente y constante relación recíproca entre el poder y la obediencia.
La opción adoptada traduce dos necesidades: a) intentar aprehender la esencia de la política y b) comprender que la política es en sí misma acción y que ésta no existe sin que se asuman posiciones.
La idea clave de esta reflexión política consiste en considerar que la política, con sus variantes, cambios, limitaciones y transformaciones históricas, geográficas y organizacionales, es en realidad un reflejo externo y contingente de lo político que es inmutable e igual a sí mismo en el tiempo y en el espacio, configurando una dimensión propia y autónoma.
En este sentido, la política se trata de una actividad que es permanente, específica, natural y que – de algún modo – es innata al hombre. La política es pluralista, heterogénea, fragmentada y conformada por unidades políticas múltiples, diversas, autónomos y separadas. Constituye no un universo, sino un pluriverso. De esto, la complejidad de su realidad.
La complejidad de la política deriva, operativamente, en la heterogeneidad de las sociedades y resulta tan evidente que nos permite afirmar que lo político, en un doble sentido, es una esencia: a) porque constituye una de las categorías fundamentales, permanentes y propias de la naturaleza y de la existencia de los hombres y b) porque constituye una realidad evidente (Freund, 1968). Siempre idéntica a sí misma, independiente de los cambios y transformaciones del poder, de los regímenes y las fronteras, lo político es permanente.
Si bien hemos señalado más arriba que el concepto de poder político es más amplio que el de poder del Estado y que éste no puede confundirse con la juridicidad que de él emana, lo cierto es que en nuestra modernidad la vinculación existente entre poder y derecho se da en un marco de fuerte interdependencia. En efecto, la vinculación entre el poder y el derecho constituye, para el Estado moderno, uno de los principales criterios de legitimación y de justificación del poder del Estado.
No hay Estado sin Derecho, no hay poder estatal sin normatividad jurídica. Es que sin normas jurídicas, el poder estatal no cobra existencia como tal. Por eso, el poder que llega a ser estatal es el poder que se institucionaliza, o sea el poder que normativamente llega a ser imputado al Estado. Es así que el poder estatal es poder institucionalizado, poder modalmente determinado por las ideas de soberanía y de dominación legal. En este sentido Heller (1992) sostiene que las relaciones entre el poder del Estado y el Derecho pueden caracterizarse diciendo que todo poder político, en virtud de su propio sentido, aspira a la forma jurídica establecida y asegurada por órganos estatales. Así la forma técnicamente más perfecta de la dominación política hace posible las orientaciones más precisas y practicables del obrar político, es decir, la previsión y la imputación más segura de la conducta que constituye y activa al poder del Estado. Sólo en el Estado de Derecho, con división de poderes y garantía de derechos fundamentales, puede existir una conexión entre legalidad y legitimidad.
Es en este sentido que se afirma que por razones técnicas, el poder del Estado es siempre poder legal, es decir, poder político jurídicamente organizado, poder institucionalizado. Sin embargo, hay que advertir que la institucionalización del poder no significa por sí sola la limitación jurídica del poder ni su constitucionalización. No hay Estado sin derecho, pero no todo Estado es Estado de Derecho. La institucionalización del poder, por sí sola, significa únicamente que el poder que efectivamente ejercen los ocupantes de los cargos o roles de gobierno es imputado al Estado.
El Estado de Derecho no hace referencia a cualquier derecho sino a aquél en el cual no sólo existen normas para regular la actividad de los gobernantes sino que además, tales normas están orientadas en el sentido de salvaguardar, como fin último y supremo, la esencial dignidad de la persona humana, su posibilidad de autorrealización. Es que el poder del Estado, por su función social, no ha de sustentarse con la legalidad técnico-jurídica sino que, por necesidad de su propia subsistencia, debe también preocuparse de la justificación moral de sus normas jurídicas o convencionales positivas, es decir, debe buscar la legitimidad; legitimidad que dialécticamente afirma, consolida y proyecta el poder del Estado.
Sin adentrarnos en la problemática de las fundamentaciones del Estado de Derecho, esto es, en las doctrinas que sostienen que el fundamento del Estado de Derecho se encuentra ya sea en el Derecho natural, ya sea en la autolimitación del Estado, es dable destacar que en ambas posiciones, ya sea la de la heterolimitación como la de la autolimitación, el Estado de Derecho debe considerarse como la respuesta a un problema ético general: la necesidad de someter el poder público al Derecho.
Los autores, en general, frente a la dificultad de definir al Estado de Derecho han intentado establecer sus características. Así, el Estado de Derecho es aquel que limita la acción estatal mediante su sometimiento al Derecho, que reconoce la separación de poderes, la jerarquía normativa, los derechos de los individuos y sus grupos y la responsabilidad política y administrativa de los gobernantes respecto a los gobernados. Es quién sirve a los valores éticos del Derecho mediante técnicas que están íntimamente vinculadas a los valores de justicia y seguridad que el Derecho debe realizar como instrumento de la vida humana en el orden social, definición del orden justo de la convivencia humana en una comunidad política. Entre esos objetivos y técnicas, debemos señalar: a) impedir la extensión de privilegios que no estén fundados en una necesidad de la función; b) prevenir el abuso en el ejercicio del poder; c) eliminar la arbitrariedad en las decisiones; d) definir con certeza el ámbito de la libertad y del ejercicio de los derechos fundamentales.
Ciertamente, el Estado de Derecho no es un concepto puramente jurídico formal, sino que se ha convertido en una meta que trasciende al ámbito de los sistemas políticos como elemento fundamental para la distinción de las democracias y las autocracias. Indudablemente, todas estas características no agotan la idea del Estado de Derecho, pero es posible dilucidar en esta forma de Estado un fin último que lo hace diferente a otra u otras.
Este fin último y supremo es la garantía y el respeto por la dignidad de la persona, respeto que se traduce en el Estado de Derecho, en una finalidad personalista; en ciertos medios genéricos y principistas, en lo político, la soberanía del pueblo y en lo jurídico, en el imperio de la ley; y en ciertas técnicas jurídicas de control y garantía que se traducen en la organización constitucional del Estado (López, 1983). La teoría del Estado de Derecho está inserta dentro de la línea general de la racionalización del poder como medio para garantizar la libertad, la propiedad y la seguridad y en cuanto supone la eliminación de la irracionalidad en la organización y actividad del Estado (García Pelayo, 1950).
3. Constitucionalismo y conceptos de Constitución
Como ha dicho Loewenstein (1964), el Constitucionalismo, como producto del pensamiento racionalista y mecanicista de los siglos XVII y XVIII, no fue sino la revolución contra el tradicional poder místico en la creencia de que por medio de instituciones racionales es posible, sino eliminar, al menos neutralizar los elementos irracionales de la dinámica política.
El Constitucionalismo ha sido, pues, un movimiento histórico-político, de carácter doctrinario, que en razón de sus principios y de sus finalidades postula que el Estado debe ser Estado de Derecho.
Así, la vinculación existente entre el Estado de Derecho y el Constitucionalismo es más que evidente, pues uno de los postulados básicos del Constitucionalismo es la subordinación del Estado al Derecho, es decir, el Constitucionalismo fundamenta el Estado de Derecho. El Estado de Derecho satisface las exigencias del Constitucionalismo valiéndose de sus principios y técnicas, en especial y de modo coincidente: el imperio de la ley.
La doctrina inglesa de pesos y contrapesos, la doctrina francesa de la división de poderes y la doctrina alemana del Estado de Derecho, todas ellas, confluyen en el Constitucionalismo, que alcanzó su culminación a lo largo del siglo XIX. Cada doctrina, desde su perspectiva, se caracterizó por poner de manifiesto la oposición entre poder y derecho y por tratar de obtener la supremacía de la ley.
Frente a las distintas respuestas posibles que puede darse a las relaciones entre el Derecho y el Estado, el Constitucionalismo afirma que el poder del Estado debe estar encuadrado y limitado por el derecho y así, la actividad de los gobernantes debe estar regulada jurídicamente.
Pese al claro sentido sobre qué debía entenderse por Constitución a fines del siglo XVIII, tan pronto se intenta la tarea de desentrañar el actual significado del concepto Constitución, se advierte que la palabra tiene varios significados y que los autores no coinciden entre ellos. Es que con el afianzamiento del positivismo jurídico, más atento a la forma que al contenido, se desvirtuó y vació de contenido al concepto de Constitución. Sartori (1992) explica que al jurista no le es fácil conciliar los requisitos del derecho en sí y por sí, de un derecho puro, con la sustancia a la que están llamadas a atender las constituciones.
Los constitucionalistas continentales estaban ansiosos por tranquilizar su conciencia técnica encontrando una definición universal de constitución y para ello separaron el concepto general de esquema de gobierno, el gubernaculum, de la calificación garantista, su jurisdictio. Así se llegó a decir que todo esquema de gobierno correspondía a una constitución por definición aunque se admitía que únicamente algunos Estados son constitucionales.
Bien pronto se efectuó una distinción, propia del siglo XIX, que distingue entre el concepto de constitución natural, real, y jurídica.
Se llama constitución natural al conjunto de elementos geográficos y humanos con los cuales se forma una comunidad, con prescindencia tanto del aspecto político como del jurídico. En tal sentido, como factores o elementos constitutivos los de carácter físico, demográfico y cultural.
Heller (1992) señala que, sin que sea preciso que los miembros tengan conciencia de ello, las motivaciones naturales comunes como la tierra, la sangre, el contagio psíquico colectivo, la imitación, además de la comunidad de historia y cultura, originan de modo constante y por lo regular, una normalidad puramente empírica de la conducta que constituye la infraestructura no normada de la Constitución del Estado. Estos factores naturales y culturales tienen para la Constitución del Estado una gran importancia, tanto constructiva como destructiva, pero la Constitución no normada es sólo un contenido parcial de la Constitución total.
Se llama constitución real, siguiendo a Ferdinand Lassalle, a las relaciones reales de poder que se dan en una comunidad política. Esta constitución real que todo país ha poseído en todo tiempo, dice Lassalle (1931) que no es la constitución escrita o la hoja de papel, está conformada por la constelación material de poder, por el conjunto de elementos que verdaderamente se dan y actúan en un régimen político, más allá de las normas jurídicas, y que abarca tanto a los ocupantes de los cargos o roles de gobierno como a los no ocupantes en tanto pugnan por ocupar esos cargos o roles, o en tanto procuran ejercer influencia sobre la actividad de los ocupantes.
Por último, se llama constitución jurídica a la ley fundamental y cúspide de la pirámide jurídica – desde la visión kelseniana – que es origen de todas las demás normas jurídicas, de tal modo que la validez de éstas depende de aquélla. La constitución jurídica puede ser escrita o no, como lo es en Inglaterra, aunque prácticamente sólo se usa la primera forma concretándose en un documento único, codificado, en el que están incluidos algunos preceptos jurídicos supremos y fundamentales sobre la estructura básica del Estado, respecto a los cuales todas las demás normas jurídicas tienen una importancia subordinada, y jurídicamente derivada (Kelsen, 1988).
Ahora bien, durante el siglo pasado, una revisión de los textos de varios de los autores clásicos en la materia, nos da cuenta de las distintas visiones respecto al concepto de Constitución.
Carl Schmitt (1982) distingue entre el concepto absoluto de constitución, el concepto relativo de constitución, el concepto positivo de constitución y el concepto ideal de Constitución.
El concepto absoluto de constitución hace referencia a la constitución como un todo unitario, sea que ese todo se considere como la existencia concreta, sea que ese todo se considere como un sistema de normas supremas y últimas. El concepto relativo de constitución, en Schmitt, hace referencia a la Constitución como una pluralidad de leyes particulares según ciertas características externas y accesorias, esto es, un sentido formal indiferente a que la ley regule la organización de la voluntad estatal o tenga cualquier otro contenido, es decir, son constitucionales por el mero hecho de estar insertas en una constitución escrita. El concepto positivo de constitución denota la constitución como una decisión de conjunto sobre el modo y la forma de la unidad política. Por último, el concepto ideal de constitución es la expresión utilizada por Schmitt para designar a un contenido distinto y particular que es identificado con los ideales del Estado burgués de Derecho.
Schmitt (1982) señala que por el proceso de constitucionalización moderna, se había impuesto un determinado tipo de constitución ideal, con ciertos derechos y garantías propios de la libertad burguesa. Intentando recuperar el sentido revolucionario francés, afirma que una constitución es democrática cuando es capaz de representar y hacer vivir, en el plano institucional y político, al sujeto que le ha dado vida, es decir, al pueblo soberano (Fioravanti, 2001).
Para Schmitt (1982), la Constitución es válida cuando emana de un poder, fuerza o autoridad constituyente que se establece por su voluntad, esto es, una magnitud del Ser como origen de un Deber-ser cuya esencia es también justicia y no sólo positividad. Existe una constitución cuando hay un elemento político representado por la expresión del soberano que se ha manifestado en el plano normativo a través de ella. Así, la Constitución en sentido positivo no constituye a la unidad política, porque aquella es sólo una decisión, esto es, la determinación consciente de la forma concreta que adopta la voluntad de una unidad política ya existente, forma que puede cambiar sin que desaparezca la unidad.
En fin, para Schmitt (1982) existe en toda constitución un elemento político más allá de los aspectos normativos que regulan los institutos de limitación del poder y de los derechos consagrados.
Kelsen (1988) realiza dos tipos de distinciones en cuanto al concepto de Constitución. La Constitución puede ser contemplada, por un lado, en un sentido material y en un sentido formal, y por otro, en un sentido lógico-jurídico y jurídico-positivo.
En su sentido material está constituida por los preceptos que regulan la creación de normas jurídicas generales y, especialmente, la creación de las leyes. En este sentido, también la Constitución contempla a los órganos superiores del Estado y sus competencias. Otro elemento que contiene dicho concepto material son las relaciones de los hombres con el propio poder estatal y los derechos fundamentales del hombre. En definitiva, la Constitución en sentido material implica pues, el contenido de una Constitución.
La Constitución en sentido formal, por su parte, es aquel documento solemne que conforma un conjunto de normas jurídicas que sólo pueden ser modificadas mediante la observancia de prescripciones especiales y cuyo objeto es dificultar su modificación. Así, la Constitución en sentido formal es el documento legal supremo, aquel texto que, independientemente de su contenido, exige un procedimiento especial para su creación y modificación.
Pero la distinción más relevante que realiza Kelsen (1988) es la que diferencia entre el sentido lógico-jurídico y el sentido jurídico-positivo.
La Constitución en su sentido lógico-jurídico es la norma fundamental o hipótesis básica; la cual no es creada conforme a un procedimiento jurídico y, por lo tanto, no es una norma positiva: nadie la ha regulado, no es producto de una estructura jurídica y por ello, sólo es un presupuesto lógico que prescribe obedecer al legislador originario y a las instancias por él delegadas. Pero ese presupuesto es la hipótesis sobre la cual se va a conformar todo el orden jurídico que está subordinado a esa norma fundamental y sobre la cual radica la validez de las normas.
Una Constitución en el sentido jurídico-positivo se sustenta en la lógica- jurídica, porque la Constitución es un supuesto que le otorga validez al sistema jurídico en su conjunto, y es la norma fundamental descansa todo el sistema jurídico. En esta línea interpretativa la Constitución escrita e histórica ya no es un supuesto, es una norma puesta; el supuesto es validar lógicamente las normas a través de una (cualquier) constitución, la validez concreta es un análisis operacional entre textos escritos y caso por caso. La Constitución escrita en este sentido nace como un grado inmediatamente inferior al de la Constitución en su sentido lógico-jurídico de validez del sistema jurídico.
Como puede advertirse, Kelsen (1988) intenta de salvar la pureza de su sistema mediante el arbitrio de dar forma lógica a esa Constitución en sentido jurídico-positivo. Donde se corta la cadena de normas positivas que justifican la validez de la constitución jurídico - positiva vigente, se ubica la norma hipotética – fundamental. Sin ese salto lógico, sin esa hipótesis, toda su teoría pura del derecho, conforme a la cual el mundo jurídico se reduce a la norma positiva, se vería invalidado.
Para Kelsen (1988) la constitución democrática es un tipo histórico de constitución: aquella que, desde la Revolución francesa, pretende demoler progresivamente todo poder privado de un explícito fundamento normativo, esto es, la que sostiene el principio del fundamento normativo de todo poder, la que sin sobrevalorar ningún poder, gobierna todos los poderes en el marco de una constitución. Por considerarla como una abstracción inaceptable, afirma que para ser democrática, la constitución no puede derivar de la voluntad del pueblo soberano entendido como sujeto. De lo contrario, esa constitución no sería pluralista, valor este que es requisito sine qua non para la democracia. Es que la constitución es consecuencia de un proceso cuyo resultado es un compromiso entre las diferentes fuerzas e intereses concretos. De ahí la importancia que Kelsen (1988) otorga para la democracia al Parlamento, como institución que promueve el diálogo, y a los partidos políticos, como representantes en el seno del Parlamento de los distintos y plurales intereses que componen la sociedad.
En conclusión, mientras que para Schmitt (1982) el principal adversario del espíritu de la constitución estaba en la desarticulación del pueblo soberano que se estaba operando, para Kelsen (1988), por el contrario, la constitución es democrática cuando rechaza toda unidad preconstituida.
Heller (1992) no considera ni al Estado ni al Derecho como un prius sino como entidades que se hallan en correlativa vinculación dialéctica. Este autor trata a la Constitución como una totalidad en la que se reúnen en relación dialéctica, lo estático, lo dinámico, la normalidad y la normatividad. Así, trata de salvar la unidad del concepto de constitución pero reconociendo la autonomía de las partes integrantes de ese concepto abarcativo.
Heller (1992) distingue entre la constitución política como realidad social, la constitución, jurídica destacada y la constitución escrita. Así, sería posible diferenciar en toda Constitución estatal, y como contenidos parciales de la Constitución política total, a la Constitución no normada y la normada, y dentro de ésta, la normada extrajurídicamente y la que lo es jurídicamente.
Señala que la constitución de un Estado coincide con su organización en cuanto ésta significa la constitución producida mediante actividad humana consciente. En virtud de esta forma de actividad humana concreta, el Estado se convierte en una unidad ordenada de acción y es entonces cuando cobra, en general, existencia. Las relaciones reales de poder se hallan en constante movimiento y cambian a cada momento, no obstante lo cual no dan lugar a un caos sino que engendran, como organización y constitución, la unidad y ordenamiento del Estado con un carácter relativamente estático en la probabilidad, relativamente previsible, de que la cooperación entre sus miembros vuelva a producirse de modo semejante en el futuro. Por ello afirma que la constitución, no obstante la dinámica de los procesos de integración constantemente cambiantes, no es, proceso sino producto, no actividad sino forma de actividad.
Como situación política existencial, como forma y ordenación concretas, la Constitución sólo es posible debido a que los partícipes consideran a esa ordenación y a esa forma, ya realizados o por realizarse en el futuro, como algo que debe ser que se actualiza. Por eso afirma que el Estado es una forma organizada de vida cuya Constitución se caracteriza no sólo por la conducta normada y jurídicamente organizada de sus miembros, sino además por la conducta no normada, aunque sí normalizada, de los mismos. La normalidad de una conducta consiste en su concordancia con una regla de previsión basada sobre la observación de lo que sucede por término medio en determinados períodos de tiempo.
Pero el profundo análisis de Heller (1992) no se detiene en una mera sociología de la constitución porque para él, al lado de esta fuerza normativa de lo normal fáctico, tiene también una gran importancia la fuerza normalizadora de lo normativo. La Constitución normada consiste en una normalidad de la conducta normada jurídicamente, o extrajurídicamente por la costumbre, la moral, la religión, la urbanidad, la moda, etc. Pero las normas Constitucionales, tanto jurídicas como extrajurídicas, son, a la vez que reglas empíricas de previsión, criterios positivos de valoración del obrar. Sólo se convierte en normatividad, aquella normalidad respecto de la cual se cree que es una regla empírica de la existencia real, una condición de existencia ya de la humanidad en general, ya de un grupo humano. La Constitución normada jurídicamente no consiste nunca de modo exclusivo en preceptos jurídicos autorizados por el Estado sino que, para su validez, precisa siempre ser complementada por los elementos constitucionales no normados y por aquellos otros normados pero no jurídicos. El contenido y modo de validez de una norma no se determina nunca solamente por su letra, ni tampoco por los propósitos y cualidades del que la dicta, sino, además y sobre todo, por las cualidades de aquellos a quienes la norma se dirige y que la observan. Así, el precepto jurídico particular sólo puede ser fundamentalmente concebido, de modo pleno, partiendo de la totalidad de la Constitución política.
García Pelayo (1950) distingue entre un concepto racional normativo, un concepto histórico tradicional y un concepto sociológico. La concepción racional normativa gira sobre el concepto de validez; la histórica sobre el de legitimidad; la concepción sociológica, sobre la vigencia. En el concepto racional normativo, la constitución es un todo complejo jurídico establecido de una sola vez y en el que, de una manera total, exhaustiva y sistemática, se establecen las funciones fundamentales del Estado y se regulan los órganos, el ámbito de su competencia y las relaciones entre ellos. Es así, un sistema de normas deificado, una exaltación del concepto de ley con que opera el liberalismo y su creencia en la posibilidad de una planificación de la vida política; una racionalización del acaecer político. Para esta posición, únicamente es constitución la formulada jurídicamente y en forma escrita que expresa y realiza el programa del Estado liberal burgués a través de la garantía de los derechos individuales y la división de poderes. Por su parte, el concepto histórico tradicional surge como actitud polémica frente al concepto racional, como ideología del conservatismo frente al liberalismo. Esta posición, directamente relacionada con el historicismo, afirma que la constitución no es creación de un acto único y total sino de actos parciales reflejos de situaciones concretas y de usos y costumbres formados lentamente. En estos casos la constitución no sólo no necesita ser escrita en su totalidad sino que la costumbre ha de tener en ella toda la dignidad que le corresponde; más aún, las leyes constitucionales escritas no son otra cosa que títulos declarativos de derechos anteriores. Por último, el concepto sociológico es para el autor la proyección del sociologismo en el campo constitucional. Así, afirma que la constitución desde este punto de vista es una forma de ser y no del deber ser; que no es el resultado del pasado sino inmanencia de las situaciones y estructuras sociales del presente. La constitución no se sustancia así en una norma trascendente sino que la sociedad tiene su propia legalidad rebelde a la pura normatividad por lo que es imposible que sea sometida a ella.
Loewenstein (1964) por su parte, ha distinguido entre a) constitución semántica, b) pseudoconstitución o constitución-fachada, y c) constitución garantista o constitución en sentido estricto.
Loewenstein llama semántica a las constituciones que se aplican plenamente, pero cuya realidad ontológica la proporciona únicamente la formalización de la localización existente del poder político que beneficia exclusivamente a sus detentadores efectivos. Las constituciones semánticas son, por lo tanto, nominales en el sentido de que se apropian del nombre constitución. Ello equivale a decir que las constituciones semánticas son meramente constituciones organizativas, es decir, aquellas en las que el conjunto de las reglas que organizan, pero que no limitan el ejercicio del poder político en un determinado Estado. Este tipo de constituciones no pretenden ser verdaderas constituciones sino que describen sin simulaciones un sistema de poder que no posee límites ni controles. No son letra muerta, pero esta letra es irrelevante para el telos del Constitucionalismo.
Las constituciones fachada son diferentes de las semánticas en cuanto toman la apariencia de verdaderas constituciones. Lo que las hace pseudo-constituciones es que éstas no son observadas en lo que respecta a sus características garantistas fundamentales. En realidad son, como llama Sartori (1992), constituciones-trampa, o constituciones programa en la terminología de Duverger (1984). En lo que respecta a la libertad y a los derechos de los destinatarios de las normas son letra muerta.
Pese a las prevenciones que se podría tener contra este tipo de constituciones, se las han defendido desde una perspectiva educativa. Así, se afirma que, a pesar de todo, educan o pueden educar. Pero no tienen, en realidad ningún objetivo educativo. E incluso si tuvieran un altamente improbable efecto educativo, sigue siendo verdad que educar no es el objetivo de una constitución por lo que no es un criterio suficiente para justificar este tipo especial de constituciones (Sartori, 1992).
Dejamos para más adelante el concepto de constitución en sentido estricto.
4. Sobre el desarrollo del Constitucionalismo
A lo largo de todo el siglo XIX y hasta el comienzo de la primera guerra mundial (1914-1918), el desarrollo del Constitucionalismo fue cada vez mayor. Así, sólo en Francia se dictaron cinco en sesenta y un años: la Carta constitucional de 1814, la Carta constitucional de 1830, la Constitución de 1848 (Segunda República), la Constitución de 1852 (Segundo Imperio) y las leyes constitucionales de 1875 (Tercera República). Toda Europa fue imbuida por esta moda: la Constitución de Cádiz de 1812, primera de una larga serie de constituciones españolas; Suecia dictó su Constitución en 1809; Noruega, en 1814; Grecia, en 1827; Bélgica, en 1831; entre otras. Latinoamérica no fue ajena a ese proceso.
Pero a partir de la terminación de la primera guerra, el Constitucionalismo sufre las consecuencias de un doble proceso: uno de avance y otro de retroceso. Por una parte, se transforma en cuanto al carácter y contenido de los derechos fundamentales que busca proteger, dando lugar así al llamado Constitucionalismo social, paralelo al concepto del Estado Social de Derecho.
El Constitucionalismo social se caracterizó por agregar a los clásicos derechos individuales – civiles y políticos – los llamados derechos sociales, a la vez que limitó el derecho de propiedad reglamentando su ejercicio en función social. Las normas consagran, que el orden social se sustenta en el trabajo, fundamento y base de la organización del Estado; que el capital industrial surge del esfuerzo humano y quienes participan con su esfuerzo tienen derecho al goce de una vida digna; que todos los seres humanos tienen, sin distinción de ningún tipo, el derecho de perseguir su bienestar material y su desarrollo espiritual en condiciones de libertad y dignidad en el orden espiritual, social, económico y cultural, esto es, la realización plena de su personalidad humana. En algunos casos, las Constituciones que se sujetaban a los nuevos principios, incluían también alguna modificación en la estructura de los órganos estatales (v. g.: la creación del Consejo Económico – con el carácter de representación funcional – en la Constitución de Weimar).
Es así que el Constitucionalismo social no reniega de los postulados anteriores sino que sigue siendo válida la limitación del poder y el sometimiento de los gobernantes y gobernados al principio de legalidad, sólo que adiciona un régimen de derechos sociales orientado a cumplir las metas de la justicia distributiva, partiendo entonces, no sólo del supuesto liberal de la libertad, sino que además aspira a la igualdad de oportunidades reales.
Entre las Constituciones de este tipo, pueden citarse: la de México de 1917, la alemana de Weimar de 1919, la de Finlandia de 1919, la de Austria de 1920, la de Checoslovaquia de 1920, la de Yugoslavia de 1921, la de Polonia de 1921, la de España – republicana – de 1931.
Por otra parte, aparecen nuevos regímenes políticos que dejan de lado los derechos humanos y el principio de la división de poderes, y que dan lugar a lo que se ha llamado la desconstitucionalización del Estado, aunque más bien debería llamarse de desconstitucionalismo pues ninguno de los Estados totalitarios renegaron de tener su Constitución.
La desconstitucionalización del Estado tuvo lugar en varios países (Portugal, Polonia, España, etc.), pero encontró su máxima expresión en los llamados Estados totalitarios: Rusia, a partir de 1918; Italia, a partir de 1922; Alemania, a partir de 1933. En Rusia, a través del régimen soviético, se consagró la dictadura del proletariado. En Italia, a través del régimen fascista, se reemplazó el sistema representativo por un sistema corporativo; en Alemania, a través del régimen nacionalsocialista, el principio del Führer substituyó a las instituciones de la República de Weimar. En los tres países se anularon las libertades individuales, se implantó el partido único y se suprimió toda limitación, control y oposición con respecto a los gobernantes. Pero todos se arrogaban, con el asentimiento de los juristas, poseer una constitución, constitución claro, que sólo era puramente organizativa-totalitaria.
Se generó, pues, un concepto racional de constitución pero despojado en general de toda referencia valorativa de índole política o moral, resaltando la pura normatividad formal. Quedó así el concepto de constitución reducido a un elemento técnico para la producción del orden jurídico y la construcción de una unidad.
Con posterioridad a la Segunda Guerra Mundial, la suerte del Constitucionalismo ha sido muy variada. La verdad es que fueron dictadas y reformadas numerosas Constituciones, pero no siempre de acuerdo con las finalidades, los principios genéricos y las técnicas jurídicas del Constitucionalismo, ni en todos los casos en que aparentaron serlo fueron aplicadas de conformidad con su espíritu.
Entre las nuevas Constituciones de la última posguerra, que marcaron el rumbo del constitucionalismo actual, pueden ser citadas: las francesas de 1946 (cuarta república) y 1958 (quinta república); la italiana de 1947; la de Alemania Occidental de 1949; las de las diversas repúblicas populares de Europa oriental, y las muy numerosas de los países africanos y asiáticos tras el proceso de descolonización.
¿Cómo podemos explicar este doble fenómeno, esto es, que en este doble proceso todos los Estados durante la entreguerra tuvieran una Constitución? Este fenómeno sólo puede ser explicado por ambigüedad terminológica.
Si bien es claro que el vocablo tuvo un significado unívoco en su resurgimiento moderno, es necesario, ante todo, aclarar que el concepto de constitución fue prontamente desvirtuado. Y esto se debe que en los decenios posteriores a la Primera Guerra Mundial ese consenso general se modificó rápida y radicalmente. Por ello, la palabra constitución fue frecuentemente acompañada de un adjetivo, que es en realidad transformado en lo sustancial. Identificada con el positivismo jurídico, la legitimidad con la normatividad, pero sólo con la normatividad legal, era dable esperar que la crisis económica de entreguerras se tradujese en una crisis no sólo de la legalidad sino de la legitimidad de la democracia (Sartori, 1992).
Este proceso de mutación de los sentidos del constitucionalismo no se ha detenido sino que, por el contrario, ha continuado modificándose hasta nuestros días.
El neoconstitucionalismo se enmarcan un proceso que retoma, por un lado, la existencia de una vinculación entre el Derecho y los valores y principios (Alexy, 2010) y por el otro, en la necesidad de recuperar una función de la jurisdicción creativa y políticamente comprometida (Ferrajoli, 2001; Carbonell, 2003). América latina se ha destacado en este proyecto con procesos constituyentes de base popular, que ampliaron la base de derechos liberales y burgueses (Gil Domínguez, 2005, 2009). Constituciones como las de Nicaragua de 1987, Brasil de 1988, Colombia de 1991, Paraguay de 1992, Perú de 1993, Venezuela de 1999, Ecuador de 2008 y Bolivia de 2009, y menor medida la reforma Argentina de 1994, son parte de este recorrido.
El nuevo constitucionalismo latinoamericano, aunque varía de Estado a Estado, tiene como uno de sus puntos comunes, además del reconocimiento del carácter laico y pluricultural del Estado y reconsideraciones sobre la función económica del Estado, la de introducir cambios en los mecanismos de participación ciudadana a través de los institutos de democracia semidirecta y el fortalecimiento de las instancias de control a través del Ministerio Público y las contralorías.
Así si bien es cierto que no hay comunidad política sin constitución natural, real y jurídica, la cuestión que se plantea es si en los significados enumerados, existe la Constitución en su sentido original. Creemos que no basta la palabra constitución en un sentido genérico para definir al Constitucionalismo.
Lo que caracteriza la constitución del Constitucionalismo es cierta función de la constitución, la función limitadora del poder y a la vez garantizadora de los derechos fundamentales. Es así que luego del proceso de desconstitucionalización, no podemos continuar hablando de constitución con un sentido meramente formal. En este sentido podemos decir con Vanossi (2000) que un concepto o una idea de constitución es la expresión de una manera determinada de encarar los límites y las relaciones entre sociedad y Estado, desde el punto de vista de las normas supremas reguladoras de las competencias.
5. La Constitución del Constitucionalismo
Por ello, si queremos salir de la maraña conceptual debemos retomar el concepto moderno y originario de la constitución recordando que el término era un concepto vacante del que se apropió el Constitucionalismo en el siglo XVIII para dar la idea de un gobierno de las leyes -y no de los hombres- y limitado por las leyes. El término fue concebido de nuevo, adaptado y armado no porque significara simplemente un orden normativo-político general sino porque denotaba específicamente aquel orden particular que no sólo daba forma, sino que también limitaba la acción de gobierno. En suma, era claro para los constituyentes del siglo XVIII que tanto el esquema del gobierno como una carta de derechos eran, ambos, elementos inseparables. No pensaban que cualquier esquema de gobierno equivaliese a una Constitución.
El problema no está en distinguir cuándo una constitución tiene meramente un esquema de gobierno o también está imbuida del telos garantista. Ya ha señalado Sartori (1992) que el problema es que el concepto formal tiende a fagocitar por su amplitud el significado garantista. Y si bien hoy la distinción es clara, nada impide que el proceso se vuelva a dar. Por ello, no se puede deslindar el jurisdictio del gubernaculum.
En conclusión, se llama Constitución según el Constitucionalismo a un tipo especial de constitución que se caracteriza por otorgar a ésta un particular contenido (finalidad personalista y medios principistas y genéricos, y técnicas jurídicas). Es la constitución definida por el Art. 16 de la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano de 1789, cuyo modelo es la Constitución de los Estados Unidos de América de 1787 con sus diez primeras enmiendas.
Así, el Constitucionalismo implica establecer la supremacía de una serie de principios y garantías fundamentales paralelamente a la organización institucional de distintos poderes cuya expresa delimitación asegure la vigencia y protección de estos derechos enunciados que constituyen su razón de ser. Obviamente los métodos y las técnicas serán diferentes, pero en verdad se trata de lograr un único objetivo: someter la fuerza al Derecho (Sartori, 1992).
Afirma Loewenstein (1964) que en el Estado moderno, constitucional y democrático la esencia del proceso del poder consiste en el intento de establecer un equilibrio entre diversas fuerzas pluralistas que se encuentran compitiendo dentro de la sociedad estatal, siendo garantizada la debida esfera para el libre desarrollo de la personalidad humana.
En este sentido Heller (1992) asevera que el contenido nuevo de los documentos constitucionales modernos consiste en la tendencia a realizar la limitación jurídica objetiva del poder del Estado y asegurarla políticamente por medio de los derechos subjetivos de libertad e intervención de los ciudadanos respecto al poder del Estado, de suerte que los derechos fundamentales del individuo sean protegidos en virtud de la estructura fundamental de la organización del Estado.
El carácter fundamental de la Constitución del Constitucionalismo no sólo se afirma desde un punto de vista material, sino que se fija y se refuerza estableciéndola en un documento escrito y atribuyéndole el carácter de ley suprema y su contenido está en la superior justificación de incidir con el mismo fundamento del Estado. En definitiva, la constitución del constitucionalismo, no se apoya ni en la mera eficacia del poder ni en la mera legalidad del gobierno de la ley: aspira a limitar el poder de los gobernantes y a la vez, a dar cierto contenido ético a las normas jurídicas, contenido siempre variable según las circunstancias históricas y de lugar. De esa combinación emerge la autoridad de las decisiones políticas, la legitimidad del gobierno, la justificación del poder (Passerin D’Entrèves, 2001).
6. Conclusiones
Podemos, para finalizar, recapitular algunas de nuestras afirmaciones. En primer lugar, la palabra Constitución ha sido reconceptualizada, con un objetivo bien preciso, en concreto: denotar una técnica de libertad inédita, cuyas características se habían materializado bastante claramente cuando, por ejemplo, Montesquieu visitó Inglaterra en 1730.
La equivalencia constitución igual a cualquier forma de Estado no es, por consiguiente, la connotación más antigua, sino una reciente disolución del concepto que refleja la ilusión jurídica por alcanzar un derecho purificado universal y despolitizado, o bien el objetivo de utilizar la palabra constitución como una palabra trampa.
El Constitucionalismo estableció las nuevas dimensiones normativas, que constituyeron un ismo más de la política, un ismo jurídico, político e ideológico que precedió, acompañó y justificó las revoluciones burguesas surgidas contra el absolutismo del Antiguo Régimen, que establece las instituciones liberales y desemboca en una perspectiva democrática.
La existencia de constituciones nominales implica que si no aceptamos la acepción garantista del término ya no podemos distinguir entre constitución y gobierno constitucional.
La indiferencia jurídica hacia los problemas declarados meta-jurídicos ha sido desastrosa en sus resultados. Cuando un problema político – y el Constitucionalismo es inevitablemente la solución jurídica de un problema político – se despolitiza, las consecuencias efectivas de un ordenamiento jurídicamente neutral son y siguen siendo (aunque involuntariamente) políticas, y ello beneficia a los demagogos y a los déspotas. El otro problema del Constitucionalismo está en su distanciamiento respecto a los gobernados y en la judicialización de la política, que desvirtúa y tensa el delgado equilibrio entre los poderes.
El Constitucionalismo busca un equilibrio – un equilibrio siempre inestable y siempre difícil – entre el ejercicio del poder (gubernaculum) y el control sobre el poder (jurisdictio), entre el Plan of Government y el Bill of Rights. Está claro que una constitución en la que los controles impiden actuar es solamente una constitución mal ensamblada. Pero una constitución toda gubernaculum y nada jurisdictio no debe ser aceptada por el Constitucionalismo. Un poder sin control no da origen al Estado Constitucional: es su negación y su destrucción (Matteucci, 1998).
Siendo la naturaleza humana como es, no cabe esperar que los detentadores del poder sean capaces, por autolimitación voluntaria, de liberar a los destinatarios del poder y a sí mismos del trágico abuso del poder. Un gobierno constitucional será siempre un gobierno débil comparado con otro arbitrario. Habrá muchas cosas deseables y asimismo otras indeseables, que resultan fáciles en un despotismo, pero imposible en otra parte. Ya decía De Jouvenel (1998) que la idea del derecho imponiéndose al poder, si no es imposible, presenta grandes dificultades.
Podemos preguntarnos: ¿es posible que el derecho positivo de un Estado liberal secular, cuya máxima expresión es la Constitución jurídica, pueda sustentarse en sí mismo? Esto es, ¿puede el Estado democrático constitucional ser capaz de sostener con sus propios recursos los fundamentos normativos? Es en los momentos de crisis que advertimos que la legitimidad del Estado no puede sustentarse en la mera legalidad. La religión, la tradición, la Nación, la ideología, la voluntad popular, todas ellas han sido respuestas políticas exitosas para un tiempo y lugar determinado. Es en este sentido que hemos hablado del Constitucionalismo como un ismo más de la política, el sustento de legitimidad, junto con la democracia, del actual Estado liberal secular. Y es por ello que nuestra Constitución es una Constitución política, porque expresa la existencia de un cierto grado de concordia entre gobernantes y gobernados; la aceptación de las reglas de juego por aquella definidas.
Se sabe que el Constitucionalismo adolece de defectos inherentes a sus propias virtudes pero no hay que renunciar a sus beneficios. Para alcanzar el gobierno justo, para evitar los abusos del poder y el consecuente régimen del terror, deben existir instituciones creadas ordenadamente e incorporadas conscientemente en el proceso del poder que establezcan frenos y contrapesos al poder. Es así como el Constitucionalismo se convierte en el dispositivo fundamental no sólo para el control del poder sino también el medio más idóneo para alcanzar uno de los fines últimos e indelegables de la política, el gobierno justo, supuesto imprescindible del bien común.
Referencias bibliográficas
ALEXY, Robert (2010): La construcción de los derechos fundamentales, Buenos Aires: Ad-Hoc.
CARBONELL, Miguel (2003): Neoconstitucionalismo, Madrid: Trotta.
De JOUVENEL, Bertrand (1998): Sobre el Poder, Madrid: Unión Editorial.
DUVERGER, Maurice (1984): Instituciones Políticas y Derecho Constitucional, Barcelona: Ariel.
FERRAJOLI, Luigi (2001): Derechos y garantías-La ley del más débil, Madrid: Trotta.
FIORAVANTI, Maurizio (2001): La Constitución de la antigüedad a nuestros días, Madrid: Trotta.
FREUND, Julien (1968): La Esencia de lo Político, Madrid: Editora Nacional.
GARCÍA PELAYO, Manuel (1950): Derecho Constitucional Comparado, Madrid: Revista de Occidente.
GIL DOMÍNGUEZ, Andrés (2005): Neoconstitucionalismo y derechos colectivos, Buenos Aires: Ediar.
(2009): Escritos sobre neoconstitucionalismo, Buenos Aires: Ediar.
HELLER, Hermann (1992): Teoría del Estado, Buenos Aires: FCE.
KELSEN, Hans (1988): Teoría general del Estado, México: Edit. Nacional.
LASSALLE, Ferdinand (1931): ¿Qué es una constitución?, Madrid: Cenit.
LOEWENSTEIN, Karl (1964): Teoría de la Constitución, Barcelona: Ariel.
LÓPEZ, Mario J. (1983): Introducción a los estudios políticos, Buenos Aires: Depalma.
MATTEUCCI, Nicola (1998): Organización del poder y libertad, Madrid: Trotta.
PASSERIN D’ENTRÈVES, Alessandro (2001): La noción de Estado, Barcelona: Ariel.
SARTORI, Giovanni (1992): Elementos de teoría política, Madrid: Alianza Editorial.
SCHMITT, Carl (1982): Teoría de la Constitución, Madrid: Alianza Editorial.
VANOSSI, Jorge R. (2000): El Estado de Derecho en el Constitucionalismo social, Buenos Aires: Eudeba.
[1] El autor es abogado. Doctor en Ciencias Jurídicas (UNLP). Posgrado en Ciencias Jurídicas (UCA). Doctor en Ciencias Jurídicas (UNLP). Profesor Honorario de la Universidad del Noroeste de la Provincia de Buenos Aires (UNNOBA). Director de la Revista Académica Anales de la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales (UNLP). Actualmente dicta clases en la Maestría en Integración Latinoamericana y la Maestría en Salud Pública, ambas de la UNLP. Dictó en la Maestría en Ciencia Política, Maestría en Inteligencia Nacional, también de la UNLP.
[2] El autor es Abogado (UNLP). Doctor en Ciencia Política (USAL). Doctor en Ciencias Jurídicas (UNLP). Es miembro del Instituto de Integración Latinoamericana (UNLP), con mayor dedicación a la investigación (por concurso), donde dirige un proyecto de investigación vinculado a las reformas del Estado y la Administración en contextos locales. Categorizado II en el sistema de investigación de Argentina. Docente de Derecho Político en la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales (UNLP) y en la Facultad de Ciencias Jurídicas (USAL); de Teoría y Derecho Constitucional (USAL) y del Seminario de Investigación de la (Universidad Católica de La Plata).